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Portada del libro de Dean Spears y Michael Garuso ‘After the Spike. The Risks of Global Depopulation and the Case for People’ (Londres: The Bodley Head, 2025), 307 págs.
La demografía es, sin duda, la ciencia de prospectiva más fiable. El futuro es esencialmente contingente, pero el número de habitantes de un país en las próximas décadas está exactamente anunciado por los nacimientos que se han ido produciendo los últimos años. El descenso de la natalidad, en muchos lugares con una tasa de fecundidad por debajo del nivel de reemplazo (2,1 hijos por mujer), permite saber que avanzado el presente siglo la población mundial comenzará a descender tras haber alcanzado su mayor volumen. Algunos expertos de la ONU sitúan ese punto de inflexión en la década de 2080 y otros lo avanzan a la de 2060. La población mundial alcanzará un máximo de unos 10.000 millones de personas y entonces empezará a reducirse.
Ese horizonte, realmente próximo, ha sido apuntado con frecuencia. Pero rara vez se va más allá. El libro de los economistas y demógrafos Dean Spears y Michael Garuso, de la Universidad de Texas, justamente se asoma a lo que viene después. ‘After the Spike’ advierte que tras el crecimiento exponencial de población que ha conocido la Humanidad ocurrirá una caída igualmente exponencial. Eso, lejos de suponer unas condiciones idílicas frente a denuncias actuales de superpoblación, constituirá un serio freno para el progreso de las generaciones que entonces se sucedan.
El libro llama a un aumento de la natalidad —voluntario, no coaccionado— para que la población mundial, en descenso tras alcanzar su pico, pueda estabilizarse en alguna cifra no muy distante de la actual. No obstante, reconoce que si no hay un cambio drástico en las actitudes ante la procreación —y no está claro cómo puede darse— el destino de la Humanidad es el de una caída en picado del número de habitantes que hay sobre el planeta. Y eso es malo, muy malo, como los autores se detienen a explicar.
Al ritmo que desciende la tasa de fecundidad puede determinarse, según indican Spears y Garuso, que en el mundo ya han nacido cuatro quintas partes de todos los individuos que habrán nacido en la historia de la Humanidad. Desde los primeros hombres, en la Tierra han nacido unos 120.000 millones de personas (incluidos los 8.000 millones que vivimos hoy), así que ‘solo’ faltan por nacer 30.000 millones hasta alcanzar la cifra estimada de 150.000 millones (aquí no se habla de extinción, sino que cohortes cada vez más pequeñas sumarán ya poco en ese conjunto).
Lógicamente no son cifras cerradas y los autores no se atan a ellas porque hay variables en juego, pero el desplome poblacional que se avecina es incuestionable. De momento, de un próximo pico de 10.000 millones de personas viviendo simultáneamente en el planeta, en unos trescientos años se habrá bajado a 2.000 millones, si se mantiene una tasa de 1,6 hijos por pareja de adultos, la media que se da hoy en Estados Unidos. “La despoblación llegará pronto y ocurrirá rápidamente”, dicen los autores, al tiempo que advierten de que la migración realmente no pesa en esto, pues todas las sociedades dejarán de crecer, también las de mayor natalidad en África.
Expuesta la tesis, ya avanzada por Spears en un artículo publicado en ‘The New York Times’ en 2023, la obra dedica su mayor espacio a defender la ventajas de mantener, a ser posible, un volumen de población no muy distante del actual (hablan de lograr una ‘estabilización’ en algún momento de la caída), y a señalar los riesgos de la despoblación global, como remarca el subtítulo del libro. La obra es un alegato en favor de la población, declaradamente en contra de proclamas pesimistas que hace unas décadas vaticinaban catástrofes por superpoblación, que no se han producido.
Los autores defienden que el progreso material y tecnológico que hoy conocemos solo ha sido posible gracias a la innovación aportada en un contexto de concurrencia de billones de personas, y no está claro que la línea de progreso se acelere de igual forma en las generaciones que vivan en siglos venideros si hay una drástica reducción de masa gris (“populous is prosperous”: “la relación entre gente y prosperidad es un círculo virtuoso de aceleración”). Por otra parte, sostienen que los problemas medioambientales no se resuelven con menos habitantes (el avance en la reducción de gases contaminantes y en el reciclaje se está dando cuando nos seguimos encaminando hay el pico poblacional). Asimismo, la mayor o menor natalidad no tienen que ver, en un determinado país, con la igualdad o desigualdad de sexos o la brecha salarial que pueden sufrir las mujeres.
La obra es floja cuando expone su único argumento moral, echando mano de un principio de lo que los autores llaman ‘ética poblacional’: “Es mejor si hay más vidas buenas”, sostienen, pues la calidad de vida ha ido globalmente hacia adelante y es un deseo bueno que en el mundo haya muchas más vidas, que sobre todo serán de calidad. Ciertamente es un deseo bonito, pero difícilmente llevará a la acción a nadie.
Esta alusión a la ética contrasta con la defensa absoluta del aborto que se hace a lo largo de todo el libro, sin abrirse a la posibilidad de que ciertos valores, entre ellos el respeto a la vida recién engendrada, pueda ayudar al cambio de actitudes que los autores dicen querer promover (más allá de la legalidad o no de la interrupción del embarazo).
Es posible que Spears y Garuso pretendan preservar su convicción de que el tener más o menos hijos solo depende de lo que, en su fuero interno, quieran hacer los padres, sin que la coacción o los incentivos económicos que hoy muchos países ofrecen para mejorar su natalidad influyan seriamente en la tasa de fecundidad. La prohibición del aborto en la Rumanía de Ceaucescu o la opuesta política del hijo único en China pudieron modificar el tamaño de la población de esas naciones en cierto momento, pero ni una ni otra afectaron a la evolución de la tasa de fecundidad, en descenso en ambos lugares a ritmos comparables a los de países de su entorno geográfico.
Al final, los autores apuntan a la hipótesis del ‘coste de oportunidad’ como la principal razón para no querer tener hijos o no aumentar el número que ya se tiene. Son tales las comodidades y las posibilidades de proyección personal y entretenimiento que ofrece o promete la sociedad actual, que los posibles padres prefieren no arriesgar esos bienes tangibles empleando tiempo y esfuerzo a cuidar una nueva vida.
Llegado a este diagnóstico, el libro es incapaz de ofrecer soluciones. Es verdad, como concluyen los autores, que “no hay una solución con S mayúscula”, pero poco se avanzará si en la sociedad no se ponen libremente de moda, como ejemplos a imitar, el atractivo de las familias amplias, el gozo de la maternidad y la paternidad, la belleza de la generosidad en el tiempo dedicado a los demás... o la actitud de desazón ante el aborto.