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Rueda de prensa del secretario de Defensa de EEUU, Pete Hegseth, y el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Dan Caine [Pentágono]
El apocalíptico escenario que se preveía en el caso de un ataque israelí (con o sin Estados Unidos) contra las instalaciones nucleares de Irán se ha demostrado falso. No ha dado lugar a una guerra abierta entre los dos acérrimos enemigos ni tampoco a un generalizado conflicto regional, dada la incapacidad iraní para responder sustancialmente a la agresión. Ni siquiera la Guardia Revolucionaria ha sacado sus lanchas para, cuando menos, hostigar el tráfico marítimo en el estrecho de Ormuz, una respuesta que se daba por segura.
Esa ausencia de una contundente reacción por parte de Teherán ha sido, posiblemente, la principal sorpresa de la guerra que Donald Trump ha llamado ‘de los doce días’. El ataque se produjo en un momento de impensable debilidad iraní. La pérdida de sus pilares en la región (sobre todo la caída de Assad en Siria y los golpes israelís contra Hamás y Hezbolá tras el 7-O) habían dejado a Irán cada vez más aislado y vulnerable y eso facilitó la decisión de Benjamin Netanyahu y la ayuda prestada por Donald Trump.
Si la casi impunidad con la que Netanyahu y Trump han golpeado y retirado la mano puede calificarse de éxito al menos operacional, hay quien ha catalogado la acción de completamente contraproducente, pues habría convencido a la república islámica de la necesidad de obtener la bomba nuclear (si la hubiera tenido habría evitado el ataque). Sin embargo, lo ocurrido no empuja a Teherán hacia la bomba atómica, porque ya la tenía como objetivo, próximo o distante. Puede haber incrementado la convicción de su conveniencia, pero Irán sabe desde hace décadas que para garantizar sus intereses geopolíticos (de los ayatolás, pero también de cualquier gobierno secular asertivo en materia de seguridad), la consecución de la disuasión atómica constituye un paso lógico.
Un país con la autoconciencia de su singularidad en el contexto de las rivalidades del Medio Oriente—una historia imperial y una civilización particular, con etnia y religión características— piensa en términos de supervivencia, no solo como régimen específico, sino también como nación. Otra cosa es que, sin los ayatolás, la oposición internacional habría muy probablemente disuadido a Irán de procurar un programa de capacidades nucleares. El propio régimen islámico, más urgido a llevarlo a cabo en razón de su subsistencia, ha debido administrar los tiempos: renunciando transitoriamente a él en 2015 cuando las sanciones económicas de la década anterior constreñían enormemente la economía nacional y generaban una ‘peligrosa’ desafección social hacia las autoridades, y luego haciéndolo avanzar subrepticiamente hasta reunir, de momento, unos 400 gramos de uranio enriquecido al 60% (son las cifras divulgadas por el Organismo Internacional de Energía Atómica, OIEA).
El acuerdo de 2015, denominado Plan de Acción Integral Conjunto, no era un punto final. La Administración Obama sabía que simplemente se retrasaban los planes entre 10 y 15 años. Dada la dificultad de destruir el programa nuclear iraní, era una apuesta diplomática que jugaba a una sola carta, por si esta se demostraba ganadora y así podía evitarse volver a encontrar el problema más adelante. Se apostaba por favorecer las corrientes más moderadas del régimen y confiar, cruzando los dedos, en que el fin de las sanciones económicas fueran creando una bonanza interior que fortaleciera las clases medias y condujera a cierta liberalización, de manera que el programa nuclear se dejara de lado.
La llegada de Trump a la Casa Blanca cambió las circunstancias del acuerdo. En cualquier caso, el avance del programa en los recientes años, con la multiplicación de centrifugadoras y la proliferación de los trabajos en las plantas nucleares, entre ellas la subterránea Fordo, sugiere que si Jamenei consideró pausar el programa nuclear lo hizo de modo táctico y por poco tiempo. Los servicios de inteligencia occidentales aseguran que no consta que haya habido una decisión iraní formal de construir la bomba, pero esta puede reservarse para el último instante.
Ganar tiempo
Tanto si el daño causado por los bombardeos ha sido contundente, como si no lo ha sido tanto, hay que contar con que la República Islámica no archivará su propósito. Cuando haya una valoración creíble sobre la destrucción causada podría determinarse si Irán está en condiciones de acelerar el programa o no, aunque si lo estuviera también podría optar por tomarse su tiempo.
Por ahora, a partir de lo que sabemos, habría posiblemente que concluir que Irán más bien tendrá complicado acelerar los trabajos de consecución de la bomba, su multiplicación y colocación en cabezas nucleares. No basta con haber puesto a resguardo cantidades de uranio enriquecido, si eso se produjo. La muerte de parte de quienes lideraban el programa –militares y científicos–, el debilitamiento de la estructura del régimen y su desprestigio interno son elementos que aconsejan a los ayatolás una gran cautela. Para la supervivencia del régimen, el control de daños viene antes que la bomba.
Si en todos estos años el Líder Supremo y el Consejo de Guardianes han mostrado un gran pragmatismo, no tiene por qué ahora ser de otro modo. Es verdad que hasta ahora aplicaban el sigilo para justamente evitar un ataque, y podría pensarse que, destapadas las cartas, todos pueden actuar ya sin disimulo. Pero las cartas que hoy tiene Irán no son las óptimas.
El debate dentro del régimen puede estar entre aplazar brevemente el programa nuclear o mantenerlo con progresos muy graduales que ya no estarán parcialmente a la vista de los inspectores de la OIEA (o las dos opciones, primero una y luego la otra). Estados Unidos atacó una vez y no está claro que lo vaya a hacer de nuevo; más activo en represalias podría ser Israel, pero no siempre encontrará a Irán tan postrado como ahora (la eliminación de las defensas aéreas desde suelo iraní es algo que Israel difícilmente puede repetir).
Cabe pensar que el régimen querrá ganar tiempo para rehacerse, tal vez con algún acuerdo menor al respecto con Estados Unidos o la comunidad internacional. Y que la crisis volverá a plantearse con un Irán que entonces quizá vaya de la mano de China o Rusia, potencias que en esta ocasión han decidido no implicarse.