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El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, comparece en rueda de prensa al término de la cumbre de la OTAN [Fernando Calvo]
Concluida la cumbre de jefes de estado y de gobierno de la OTAN de La Haya de finales de junio, todavía resuena el eco del protagonismo que, inusualmente, el presidente del Gobierno de España adquirió por su pública resistencia a aumentar el gasto en seguridad y defensa hasta el 5% determinado por los aliados, y esculpido en el comunicado final.
Mucho se ha escrito ya sobre qué acordó el presidente, y sobre si España está o no sujeta al compromiso de gasto fijado en la cumbre; no parece necesario, por tanto, abundar sobre el mismo tema, ni sobre el hecho de que la posibilidad de que la postura española hiciera descarrilar el encuentro fuera finalmente abortada por el malabarismo dialéctico de la carta del secretario general de la Alianza.
Lo que sí puede ser conveniente es hacer algunas puntualizaciones que ayuden a clarificar el debate. Sin ánimo de agotar las posibilidades, se adelantan algunas. En primer lugar, es cierto, como dijo la ministra de Defensa, que el comunicado de la cumbre es una declaración política que no tiene el peso de un tratado internacional suscrito y ratificado, y que, por ello, carece de su mismo valor jurídico. Eso, sin embargo, no puede ser un argumento que difumine la idea de que el comunicado expresa y transmite el compromiso firme y unánime de todos los aliados con su contenido. ¿Y qué acordaron los aliados? Pues, además de dedicar al menos el 5% de sus respectivos PIB al refuerzo de su propia seguridad y defensa —y, por ende, de la de la OTAN— antes de 2035, en el primer párrafo de la declaración decidieron reafirmar su compromiso con el principio de defensa colectiva, y con el mantenimiento del vínculo transatlántico.
Tal acuerdo puede no tener fuerza legal pero, sin duda, la tiene moral; ningún aliado sería solidario si se sumase en público con lo comprometido unánimemente, mientras mantiene oculto a los demás su firme propósito de incumplirlo, como tampoco lo sería si se desdijera públicamente de lo acordado —y recogido— en el comunicado final. ¿Qué juicio y qué confianza nos merecería un miembro de la OTAN que hubiera aprobado el comunicado pensando que, en ningún caso, acudiría al llamado de España en caso de que lo necesitara?
En segundo lugar, también es verdad que la del 5% puede ser una cifra arbitraria, no suficientemente sustentada por un análisis profundo del entorno estratégico que vive la Alianza Atlántica. Es posible, además, que un gasto del 2,1% en defensa permita a España cumplir con su parte del Objetivo de Capacidades definido por la OTAN; así lo ha manifestado el presidente del Gobierno, esgrimiendo esta realidad como un argumento para justificar la intención de no superar ese nivel de gasto, casi un punto y medio por debajo del 3,5% acordado en La Haya por todos los aliados en ese concepto. Pero, más allá de cumplir con ese Objetivo de Capacidades… ¿es suficiente el 2,1% para cubrir todas nuestras necesidades de defensa? Esa es la cuestión verdaderamente importante.
La discusión sobre porcentajes concretos oculta el objetivo final detrás del 5%, que no es el de dar satisfacción a un capricho del presidente de los Estados Unidos, sino el de rectificar décadas de bajo gasto en defensa para proveer lo que la seguridad nacional de cada estado requiere en el actual entorno de seguridad, y para garantizar una disuasión suficiente y creíble frente a amenazas que, en el caso de España son, además de las compartidas con el resto de los aliados, otras que debe confrontar en solitario en territorios no cubiertos por el Artículo 6 del Tratado de Washington.
Como una cuestión al margen, pero sobre la que conviene también reflexionar, el presidente del Gobierno alega, en defensa del 2,1%, que el dato procede del análisis profesional de las Fuerzas Armadas en las que, declara, deposita su confianza. Está bien que así sea. Al respecto puede puntualizarse, sin embargo, que los debates entre los políticos y los militares en el desempeño de sus cometidos de asesoramiento técnico deben tener lugar a puerta cerrada, y no deben trascender fuera del círculo en el que ambos niveles se relacionan. El político no está obligado a seguir las recomendaciones que recibe de sus asesores militares —eso sí, debe escucharlas— pero, si las acepta, las hace suyas en plenitud, y no puede, por tanto, esgrimir ese argumento como justificación. La posibilidad de que el profesional vea expuesto al público su asesoramiento honesto puede condicionar la franqueza debida al decisor político, y erosiona la confianza mutua sobre la que se deben construir las relaciones cívico-militares en una democracia.
En tercer lugar, es preciso reconocer que, aun en el caso de que el gobierno tuviera la más firme determinación de alcanzar el 5%, no podría hacerlo de forma inmediata, so pena de provocar un tsunami que arrastraría a la economía nacional al caos y a un colapso cierto. Hacerlo requiere un esfuerzo progresivo de adaptación, como la propia OTAN reconoce estableciendo para lograrlo el horizonte de 2035. El esfuerzo, empero, hay que hacerlo; pasa, probablemente, por un aumento de la presión fiscal o del endeudamiento pero, primero y ante todo, por un debate de seguridad riguroso que implique a la oposición —con quien convendría consensuar las decisiones clave—, que determine en qué y cómo debe el estado gastar los recursos disponibles, eliminando partidas superfluas, duplicadas o menos urgentes, y huyendo de la tentación de confrontar la inversión en defensa con los gastos sociales, como si el esfuerzo en defensa no fuera un gasto social, quizás el más importante de todos. Luego, es esencial contar con un presupuesto plurianual que permita a las Fuerzas Armadas planificar el gasto para obtener de él el máximo rendimiento, y a la industria de defensa satisfacer las necesidades de sus clientes al mejor coste posible.
Con independencia del nivel de inversión que se decida, una nación como España no debería seguir ostentando el dudoso blasón de ser el aliado que menos gasta en defensa en comparación con la magnitud de su economía. Una baja inversión en su propia seguridad limita ostensiblemente su capacidad de agencia en el sistema internacional, dificultando la protección y avance de sus intereses; y, además, transmite una imagen que puede ser interpretada como de insolidaridad con los problemas —de seguridad y sociales— de sus aliados, lo cual debilita a la nación. Al participar en la OTAN, España ha decidido mancomunar su defensa con la de otros países, de cuyos problemas de seguridad ya no puede inhibirse, máxime si en el futuro espera su ayuda.
Salvador Sánchez Tapia es General de Brigada (res), profesor de Seguridad Internacional en la Universidad de Navarra
*Texto publicado previamente en el diario ABC