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Marines estadounidenses realizan entrenamiento con fuego real en la cubierta de vuelo del USS Iwo Jima en el Mar Caribe, a finales de octubre de 2025 [Southcom]
La reciente movilización militar de Estados Unidos en el Caribe, bajo la bandera de la lucha contra el narcotráfico, reabre un viejo capítulo de la política hemisférica en la Casa Blanca con la utilización del discurso de seguridad para legitimar intervenciones en el ‘vecindario compartido’. La administración de Trump ha señalado a Nicolás Maduro como líder de la declarada organización terrorista ‘Cartel de los Soles’. Si bien aún no se conoce con certeza sobre el papel de Maduro en esta organización criminal, se reconoce la vinculación del gobierno de Miraflores para facilitar el tráfico de narcóticos a mercados estadounidenses y europeos desde territorio venezolano.
Más allá del objetivo declarado de frenar los flujos que navegan por el mar Caribe, el despliegue operativo de las fuerzas del comando sur cercano a las costas de Venezuela refleja un entramado complejo de intereses geopolíticos y estratégicos de la administración Trump con el fin de derrocar al régimen de Maduro. Algunos expertos consideran este movimiento como una operación psicológica para lograr una salida forzada o negociada con la dictadura. El senador republicano Rick Scott alertó al régimen venezolano sobre las consecuencias: “Si yo fuera Maduro”, dijo, “me iría a Rusia o China ahora mismo. Sus días están contados, algo va a suceder a nivel interno o externo”. En este sentido, la narrativa oficial presenta la operación como una ofensiva quirúrgica contra el narcotráfico, pero su escala y el tiempo por el que se ha prolongado sugieren algo más ambicioso: el reposicionamiento de Washington en el control hemisférico y la presión directa para provocar fracturas dentro del aparato militar venezolano.
El Caribe: la excepción del aislacionismo de Trump
Durante el discurso inaugural en su primera toma de posesión, el presidente Trump afirmó: “No pretendemos imponer nuestro estilo de vida a nadie, sino más bien dejar que brille como un ejemplo a seguir para todos”, palabras que generaron conjeturas sobre una administración ajena a los conflictos globales. Sin embargo, los más recientes sucesos refuerzan el argumento de las motivaciones económicas y de seguridad que tendría el gobierno de Washington, ya evidenciadas en el despliegue aéreo en apoyo de Guyana por las tensiones territoriales y la reactivación de la base naval Roosevelt Roads en Puerto Rico durante el verano del presente año.
Al mismo tiempo, la retórica de “America First” no ha significado que Estados Unidos renuncie a intervenir en el vecindario. En el Caribe y América Latina, la administración ha seguido lo que algunos analistas llaman un neo-intervencionismo selectivo para evitar compromisos en regiones lejanas mientras se actúa con firmeza allí donde se percibe amenazas directas a su seguridad y sus intereses. Esta lógica enmarcada bajo la política ‘Peace through Strength’, sostiene que la disuasión y la proyección de poder son la mejor garantía para mantener la estabilidad y evitar conflictos mayores. Bajo esta estrategia, la narrativa oficial puede enfatizar la cooperación y el respeto a la soberanía, pero en la práctica Estados Unidos no duda en movilizar sus fuerzas cuando considera que su esfera inmediata corre riesgo, asegurando así que su presencia y autoridad sean incuestionables en el hemisferio.
El vecindario compartido o el ‘US Backyard’
Este giro de la política estadounidense hacia el Caribe refuerza un retorno discursivo. El paso del concepto de vecindario compartido al resurgimiento de la región como el ‘patio trasero’ de Estados Unidos. Aunque el lenguaje público evita esa expresión, varias acciones de la administración Trump sugieren una reactivación explícita de esa percepción estratégica a la que a muchos países de la región le parece favorable.
Resulta ilustrativo que el interés geopolítico estadounidense con el retorno de Trump se haya intensificado no solo en Venezuela, sino también en otras zonas estratégicas. Comentarios públicos sobre recuperar mayor influencia en el Canal de Panamá, insinuaciones sobre incorporar a Canadá como estado federado, e incluso el interés personal de Trump por adquirir Groenlandia de Dinamarca constituyen señales claras de un imaginario estratégico que concibe el hemisferio como una esfera natural de control. Estas iniciativas aparecieron en paralelo a la competencia creciente con China, la cual ha invertido en puertos panameños, infraestructura en América Latina y telecomunicaciones estratégicas en diversos países.
La Doctrina ‘Don-nroe’
Las interpretaciones sobre esta no surgen del vacío. La sombra de la Doctrina Monroe, proclamada en 1823 y reinterpretada varias veces en clave unilateral, reaparece inevitablemente en este contexto bajo la presidencia de Donald Trump con lo que podría denominarse doctrina ‘Don-roe’. Durante la administración Obama se declaró muerta, pero la realidad geopolítica demuestra que esta lógica nunca desapareció, y ha seguido evolucionando.
El caso de Panamá sirve como un precedente histórico evidente. La operación contra Manuel Noriega en 1989 fue igualmente justificada bajo la lucha contra el narcotráfico y culminó con un cambio de régimen. De la misma manera, la invasión de Granada en 1983 que se presentó como una misión humanitaria y anticomunista en el hemisferio. Ambos episodios demuestran la disposición de Washington a emplear instrumentos militares para moldear la política doméstica en su hemisferio cuando percibe amenazas que puedan desestabilizar su presencia estratégica.
En el caso venezolano, la magnitud del despliegue es aún mayor. Con trece embarcaciones, unidades aéreas especializadas y capacidades de inteligencia marítima, se trata de la movilización más grande en el Caribe en más de un cuarto de siglo, superando incluso las operaciones previas relacionadas con Noriega y Granada. Esto no es sólo una retórica, es señal de preparación y capacidad operacional sostenida para escenarios de enfrentamiento naval y presión coercitiva prolongada en contra del régimen.
Reacciones regionales: apoyo, tensión y cálculos estratégicos
Las respuestas de los gobiernos del Caribe y América Latina, como era de esperar, fueron dispares y estratégicamente alineadas. Algunos estados han visto beneficios claros en la cooperación. Países insulares que dependen de apoyo logístico, financiamiento o acuerdos migratorios con Washington han optado por respaldar, explícita e implícitamente, el despliegue. Trinidad y Tobago, en particular, facilitó coordinar movimientos navales estadounidenses, lo que provocó que el gobierno venezolano declarara a la primera ministra como persona no grata en su territorio. República Dominicana, cada vez más alineada con la agenda de seguridad estadounidense en el Caribe, también expresó respaldo al establecimiento de embarcaciones estadounidenses en el mar caribeño.
Al margen de estas operaciones, el mandatario colombiano Gustavo Petro criticó la brutalidad de los ataques letales de las fuerzas estadounidenses contra embarcaciones en el mar Caribe y el Pacífico. El presidente Trump ante los acalorados intercambios, retiró importantes ayudas al gobierno colombiano y sancionó a Petro y otros funcionarios al incluirles en la lista de la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro de Estados Unidos (OFAC, por sus siglas en inglés). Estas dinámicas evidencian que más allá del narcotráfico, estamos frente a un reordenamiento del mapa de lealtades geopolíticas que aún sobreviven en el hemisferio.
Un espejo peligroso: sombrilla hemisférica de potencias revisionistas
El problema de fondo radica en el mensaje que esta operación envía al sistema internacional. Si Estados Unidos reafirma que el hemisferio occidental es su esfera incuestionable y que puede actuar militarmente para corregir gobiernos que comprometan la estabilidad regional, ¿qué impide que otras potencias invoquen estos mismos principios?
El precedente es incómodo, y las potencias orientales, en concreto Rusia y China parecen no tener el interés supremo de evitar el dominio estadounidense en el hemisferio. Rusia ya ha justificado su invasión a Ucrania apelando a la defensa de su ‘mundo ruso’. China enfatiza que Taiwán forma parte de su espacio central e histórico, una narrativa que se refuerza con cada acción unilateral de Estados Unidos en el hemisferio. La gran pregunta es si defender un orden internacional basado en reglas es compatible con revivir lógicas de esferas de influencia exclusivas en pleno siglo XXI.
Paradójicamente, los esfuerzos de Washington por reafirmar su primacía hemisférica pueden generar efectos colaterales favorables para potencias revisionistas. Al proyectar un control regional reforzado, Trump ofrece a Putin y Xi Jinping un marco simbólico que ellos pueden instrumentalizar en sus propias zonas de influencia.
Vuelta a la tradición
La intervención militar estadounidense en el Caribe bajo el argumento del combate al narcotráfico no puede entenderse de manera aislada. Es la expresión más reciente de una tradición de política hemisférica que combina intereses de seguridad, geopolítica y proyección estratégica. Aunque la retórica oficial enfatiza cooperación y estabilidad, los hechos sugieren un retorno explícito a la lógica de considerar Latinoamérica como el patio estadounidense, revestida de prioridades transnacionales como la lucha contra el crimen organizado.
Estados Unidos se mueve en un equilibrio delicado. Reafirmar su influencia en el Caribe ofrece ventajas tácticas a corto plazo, pero también establece un precedente que potencias como Rusia y China pueden interpretar para consolidar su presencia en sus regiones. La manera en que Washington gestione su autoridad y proyecte su poder será clave no solo para la estabilidad del Caribe, sino también para cómo se perciben y aplican las reglas en el sistema internacional contemporáneo.