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Desfile militar en la Plaza Roja el 9 de mayo de 2025 para conmemorar los 80 años de la victoria en la Segunda Guerra Mundial [Sergei Bobylev, RIA Novosti]
La actitud de Donald Trump hacia Vladimir Putin y Rusia, en especial por lo que afecta a la guerra de Ucrania, ha sido interpretada con frecuencia como la propia de alguien antojadizo y desquiciado. Ha habido más predisposición en aceptar la racionalidad del presidente ruso a la hora de invadir el país vecino que en admitir que, al amagar con abandonar a Kiev, Trump también opera de modo racional. Fácilmente se interpreta que Putin ha tomado decisiones a la luz de la teoría realista de las relaciones internacionales (tanto si el avance amenazador de la OTAN era cierto como imaginario), mientras que, en cambio, las formas groseras del presidente estadounidense conducen a verle simplemente como un mandatario irascible y vanidoso. Pero al igual que su homólogo del Kremlin, Trump estaría siguiendo requerimientos geopolíticos. Como ha señalado John Mearsheimer en su último libro, ‘How States Think’, raramente la política exterior de los países es irracional; no es obra de hombres locos, como a menudo se ha tildado a Putin y a Trump.
El proceder del presidente MAGA (Make America Great Again) sigue un silogismo que parte de una constatación fundamental: Moscú ha perdido la guerra. Probada por primera vez desde 1945 en un teatro bélico europeo, Rusia ha mostrado ser incapaz de conquistar un país claramente inferior en potencia militar; descubre así su desnudez bajo la piel de oso. Difícilmente Rusia va a constituir ya una amenaza mortal para Europa (si lo intenta, puede ser contestada, como se ha visto) y deja de ser el rival existencial que fue para Estados Unidos. Si el final de la Guerra Fría se había declarado ya antes en varias ocasiones, este momento sí que decreta definitivamente su término. En la Guerra Fría, ante el temor de un ataque en suelo propio si los rusos extendían su control por continentes y mares, toda la estrategia estadounidense consistió en ayudar al desarrollo económico internacional a cambio de que sus socios contribuyeran al esfuerzo de contención soviética. Al no existir ya ese riesgo —y China, por formidable competidor que sea, no iguala el potencial amenazador que la URSS podía ejercer desde el ‘heartland’ euroasiático, en términos de Mackinder— Estados Unidos se repliega y regresa al aislamiento previo a la Segunda Guerra Mundial. Ya no necesita al mundo porque ya no tiene que enfrentar un enemigo con alcance planetario.
Imperativo geopolítico
Esta argumentación ha sido expuesta con especial nitidez por George Friedman, analista de prospectiva geopolítica, conocido por haber creado la firma Stratfor, de la que luego se separó para lanzar Geopolitical Futures. Friedman tuvo especial eco hace un tiempo (en 2009 publicó ‘Los próximos cien años’ y en 2011, ‘La próxima década’), pero merecería una atención más constante. En su última obra, ‘The Storm Before the Calm’ (2020), Friedman vaticinaba el momento disruptivo en el que entraba Estados Unidos; sin saber si quiera que Trump volvería a ser candidato –y a ganar las elecciones– Friedman advertía de un cambio de ciclo económico e institucional como en décadas no se producía en el país. No defiende a Trump ni le considera alguien especialmente clarividente, pero le reconoce cierta intuición a la hora de interpretar los signos de los tiempos. Y en el campo de la política exterior Trump no estaría más que adaptándose al fluir de la geopolítica, que no es estática: unas veces se desplaza con la lentitud imperceptible del glaciar y otras con la aparatosidad del relámpago.
Como apunta Friedman, los presidentes van y vienen, llegan y se van, y lo que permanece son los imperativos geopolíticos. El de Estados Unidos es evitar que otra gran potencia esté en condiciones de atacar su territorio –la gran franja central de Norteamérica–, algo que solo se puede hacer por mar (dejemos de lado, de momento, los misiles nucleares y los satélites). La amenaza de una potencia europea crecida que pudiera usar como atalaya el viejo continente o de una potencia asiática territorialmente abarcante explica la urgencia de Estados Unidos en combatir Alemania y Japón en las guerras mundiales; el riesgo que podía suponer la URSS fue aún mayor.
Retraimiento de EEUU
A partir de la caída de la Unión Soviética, el peligro ruso para Estados Unidos se diluyó y, sedimentada la situación tras el embate del terrorismo islámico en los años posteriores al 11-S, los presidentes estadounidenses iniciaron el consiguiente repliegue de la presencia militar en el mundo: comenzó Obama y siguieron Trump y Biden. El hecho de que hayan sido presidentes de ambos partidos y bien diferentes entre sí indica que se trata de una corriente de fondo, no ideológica. Friedman sostiene que en esto la persona del presidente importa poco: sí, cada uno tiene sus preferencias e imprime sus ritmos, pero el imperativo geopolítico, porque es real y no un constructo mental, se abre paso, adaptándose a las coyunturas.
El comienzo del retraimiento estadounidense con Obama descolocó a quienes sitúan el voluntarismo idealista por encima de las constricciones geopolíticas. Robert Kagan lamentó esa retirada del presidente demócrata, advirtiendo que las “superpotencias no se jubilan”. Con su libro ‘The jungle is back’ (2018) quiso constatar que la selva empezaba a cubrir de nuevo el orden liberal internacional que Estados Unidos había ayudado a crear. Kagan desde el neconservadurismo, pero también los autores de la teoría liberal de las relaciones internacionales parten de una ilusión: pensar que Washington edificó el sistema de Breton Woods por ideología (aun admitiendo que estuviera mezclada con el interés económico). En verdad el ordenamiento mundial puesto en marcha entonces obedecía a intereses geopolíticos, de poder (en última instancia, la seguridad prima sobre la economía). Esos intereses pueden ir sinceramente de la mano de una formulación política —la extensión de las libertades en el mundo—, pero cuando aquellos viran entonces esta última queda como una carcasa vacía que, al desmoronarse por superpuesta, a veces lo hace con estrépito. Así ocurrió cuando George W. Bush quiso alargar un momento unipolar que ya no se asentaba sobre fundamentos sólidos, pues los supuestos de fondo ya estaban cambiando. Entonces estalló “la gran desilusión”, como la llamó Mearsheimer: la frustración de que el mundo no se rige por los principios que nos gustarían.
Convencer a Putin
Más allá de execrables encerronas en el Despacho Oval, parte del proceder de Trump en política exterior tiene su justificación. Si el presidente norteamericano concluye que Putin ha perdido la guerra de Ucrania y que con ello se verifica que Rusia ya no es ninguna amenaza para Estados Unidos (ni directamente, ni acaparando una parte de Europa para convertirla después en cabeza de puente, algo que también hoy parece fuera del alcance ruso), entonces a la Casa Blanca puede interesarle enviar señales al Kremlin para convencerle de que considera terminada la Guerra Fría y de que a partir de ahora desearía normalizar la relación mutua. Ahí estaría la insistencia de Trump en tratar con especial consideración a Putin, intentando dar credibilidad a esos gestos acompañándolos de sus contrarios: la agresividad hacia Zelensky y la causa ucraniana. Al fin y al cabo, a Estados Unidos puede interesarle que Putin sobreviva, debilitado como está, y que los oligarcas no le acaben pasando factura por la derrota, de la que son conscientes.
Putin puede no creerse la mano tendida por la nueva Administración, pero otras decisiones de la Casa Blanca corroboran que Estados Unidos ya no ve ninguna necesidad de plantar cara a Moscú; en todo caso, deja eso a los europeos. La OTAN ya no supone para Washington la misma prioridad que antes (no, desde luego, si tiene que asumir la misma responsabilidad de gasto, algo que ya cuestionó Obama) y eso explica el desamor de Trump hacia la Alianza Atlántica. Por otra parte, si bien la guerra de aranceles tiene un propósito económico (reindustrializar la propia nación) igualmente oficializa la despreocupación por la suerte de los aliados, a los que ya no se trata como tales porque no son necesarios para contener a Rusia.
¿Y China?
Cabe preguntarse si, ante el surgimiento de China y el normal deseo de Estados Unidos de evitar un ‘sorpasso’ no solo económico sino también militar que amenazara con engullir la hasta ahora primera potencia del mundo, no habría interés de Washington en reeditar una Guerra Fría, buscando de nuevo aliados para contener esta vez a China.
Friedman no se aventura más allá en el tiempo; únicamente sugiere que China, por razones geográficas, constituye para Estados Unidos una menor amenaza geopolítica de lo que suponía la Unión Soviética. Por otro lado, existiría también un límite en el ascenso chino, que podría estar alcanzando su cénit para comenzar el declive. Así lo ve Peter Zeihan, formado con Friedman en Stratfor y ahora con su propia consultora. Zeihan da por seguro un próximo colapso de China, generado sobre todo por su crisis demográfica. Además, Zeihan considera irreversible el proceso de desglobalización en el que se encuentra el mundo. El desinterés estadounidense por el resto del planeta posiblemente le llevará a dejar de ser el sheriff de los mares, y con ello las rutas del comercio marítimo tenderán a cuartearse. Su visión de futuro es un mundo atomizado, en el que en todo caso puede haber ‘clusters‘ de países alrededor de algunas potencias. La no reedición de dos bloques como hubo en la Guerra Fría —en la medida en que Estados Unidos normalice su relación con Rusia y esta no actúe completamente alineada con China— reduce para Washington el alcance de una amenaza china.
El objetivo para Washington, por tanto, no sería articular un frente de aliados contra Pekín, sino asegurarse de que Estados Unidos continúa siendo una superpotencia y de que, en la medida de lo posible, su oponente no le saca especial ventaja. En este contexto, la amenaza para Estados Unidos ya no sería una telaraña territorial tejida desde el ‘heartland’ euroasiático —la verdadera tierra firme del planeta, según la concepción de MacKinder— desde la que poder agredir a la isla exterior que es Norteamérica, sino en todo caso la guerra que pueda lanzarse desde el espacio. Pero para la guerra espacial (en o desde el exterior) ya no importa propiamente el dominio geográfico en la Tierra o el control de sus mares: como señalan algunas actualizaciones de las doctrinas de Mahan, el espacio es el nuevo mar océano.
La derrota debería disuadir al Kremlin
El argumentario expuesto aquí parte de una percepción discutida. Ciertamente hay elementos para ver la guerra de Ucrania, al menos hasta ahora, como un conflicto ganado por Rusia, pues si bien Moscú no ha logrado sus objetivos últimos, sí ha conquistado territorio, consolidando la decisiva posesión de Crimea y ganando para esta un conveniente ‘hinterland’, hasta el Dniéper. También cabe un juicio más salomónico que trocee la victoria y la derrota y las reparta entre los contendientes. Sin embargo, la visión geopolítica no puede sino ser severa con Rusia, ya que obtener el ribete oriental de Ucrania no resuelve el imperativo ruso de neutralizar todo el país, al tiempo que la propia OTAN, al menos a través de la presencia de capacidades militares europeas, se habrá acercado a la frontera rusa, que para Putin era precisamente el mayor riesgo por evitar.
El mismo Friedman se sorprende de que, siendo clara la inefectividad del Ejército invasor, haya países europeos en los que se ha instalado una suerte de fatalismo sobre una agresión rusa. Pero es que resulta más fácil desdeñar el peligro cuando se está a unos cuantos miles de kilómetros de distancia que hacerlo desde un territorio colindante: si bien un ataque ruso podría ser básicamente repelido, como se ha demostrado, también supondría un notable coste para el país agredido. Hay, pues, que estar preparado y no bajar la guardia, pero si aceptamos que Putin fue racional en su propósito, no tiene por qué dejar de serlo en los próximos años; si invadió Ucrania partiendo de información defectuosa, ahora toda la información de que dispone en principio le disuadiría de nuevas aventuras en suelo europeo. Y la realidad es que Rusia es hoy más débil que hace diez años.