Hispanofobia: El problema de América Latina consigo misma

Hispanofobia: El problema de América Latina consigo misma

RESEÑA

20 | 12 | 2021

Texto

[Miguel Saralegui, ‘Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana’ (Madrid: Tecnos, 2021) 205 págs.]

Si bien el título y gran parte de la exposición de la obra se centra en el origen del antiespañolismo que de vez en cuando aflora en percepciones y discursos latinoamericanos, Miguel Saralegui trasciende lo que sería el marco de la mera relación de las excolonias con la madre patria. Además del ejercicio forense de determinar de dónde viene ese antiespañolismo y por qué perdura aún doscientos años después, lo que hace Saralegui es aportar una teoría que responda a la permanente conjetura sobre el retraso económico y político de América Latina. En el fondo, más que versar sobre la herencia de España o sobre la relación de esta con la región, el libro se asoma de lleno al problema de Latinoamérica consigo misma.

Pero antes de llegar a esa reflexión final, Saralegui disecciona el odio hacia lo español desarrollado por las élites criollas que lideraron las independencias a comienzos del siglo XIX e influyeron en las nuevas repúblicas durante las décadas siguientes. Doctor en historia y en filosofía, Saralegui se mueve en el terreno del pensamiento político. Repasa cuatro ámbitos de concreción de lo antiespañol por parte de ese liberalismo inicial latinoamericano: la política, la economía, la raza y la religión.

No se trata de imperiofobia, según especifica, sino de hispanofobia: no hay desdén hacia el imperio como forma política, sino hacia la manera como España lo ejerció. “A los liberales les molesta más el torpe dominio ejercido sobre América que el hecho de haber estado sometidos a un imperio”, afirma. Esos liberales de entonces admiten con clara envidia la continuidad entre el imperio inglés y Estados Unidos, pero concluyen que España no ha sido madre sino una mala madrastra que no ha permitido la educación de las elites coloniales en los valores políticos propios del siglo. Asimismo, la culpan de haberse obcecado con la mina –la economía de extracción–, sin abrirse a un comercio sin monopolios que favoreciera el capitalismo, de manera que “si políticamente España es una madre ausente, económicamente será una madre tóxica”. Tampoco agradecen a España el legado mestizo: “para el liberalismo decimonónico, el mestizaje es uno más de los descuidos civilizatorios de la madre patria”, una herencia que complica la gestión de las sociedades independientes y que alimenta en sus dirigentes un sustrato de antipopulismo. En cuanto a la religión, curiosamente las nuevas repúblicas la asumirán sin problemas, por más que la Iglesia iba de la mano de la Monarquía en el imperio español, pero la aceptan, exigiendo limpiarla de algunas formas, porque la ven como instrumento de educación moral del pueblo y también de dominio político.

Saralegui llega al final de su ensayo con las cartas ya echadas sobre la mesa y ahora procede a leer el destino que marcan. “El españolismo es más sincrónico que diacrónico: el problema no está en las aberraciones cometidas por los españoles”, escribe, sin realmente asumir ningún calificativo sobre la colonización, “sino en el hecho de haber modelado definitivamente a la sociedad hispanoamericana. La transgresión de hace quinientos años generó una sociedad que ni la acción de ayer, de hoy y previsiblemente de mañana podrá transformar”. Aquel matar a la madre patria original generó, según Saralegui, dos principios permanentes en la vida política latinoamericana: el de la culpa externa y el de la revolución permanente.

Ciertamente, esos dos principios están ahí. En Latinoamérica es común atribuir a un agente externo la causa de los propios males –primero fue España y luego Estados Unidos– y es común también querer empezar siempre de cero: “se pasará de despreciar el pasado español a denigrar todo pasado”. Se trata de una revolución que, por constante, muestra a todas luces que es estéril. Saralegui concluye que esa esterilidad es la que todavía hoy ata la región al antiespañolismo pues, al querer enmendarse y nunca logarlo del todo, permanecen en su comportamiento ciertos hábitos peninsulares de hace doscientos años que continuamente ponen ante los ojos latinoamericanos aquello que desdeñan.

No está claro si Saralegui considera que se trata de una condena, de un eterno retorno, del que las repúblicas latinoamericanas, una vez sus próceres fundadores optaron por “matar a España”, podrán liberarse. Tampoco si aquella independencia, que tarde o temprano hubiera llegado, podía haberse hecho de otra manera, con unas derivadas diferentes en el imaginario colectivo. Por lo demás, el autor insiste en los postulados del liberalismo decimonónico de la región, pero si bien este llevó a la emancipación, el conservadurismo ha tenido también una gran influencia en la fijación de la identidad latinoamericana (hasta hace bien poco, la política en América Latina ha sido un toma y daca entre partidos conservadores y liberales).

Porque, a final de cuentas, ¿cuál es la herencia genética dejada por España? Más allá de la percepción de los ilustrados criollos, ¿qué puede decirse objetivamente de ella? Saralegui no entra en esa valoración, lo cual puede dejar insatisfecho al lector, pero a la vez es una virtud del ensayo. Parece sugerir que, como español, es preferible que se quede al margen, por el bien del rigor intelectual; este, sin embargo, le empuja a señalar las múltiples contradicciones en las que entran quienes siguen conjugando la hispanofobia.