El tamaño de población importa

El tamaño de población importa

RESEÑA

26 | 10 | 2022

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La explosión demográfica sucesivamente experimentada por cada una de las grandes potencias explica su ascenso, como la moderación posterior da cuenta de su posterior declive relativo

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Portada del libro de Paul Morland, ‘The Human Tide. How Population Shaped the Modern World’ (New York: Public Affairs, 2019), 344 p.

Como la geografía, la demografía no determina del todo el destino de las naciones, pero lo condiciona en gran medida. Si la primera es tenida habitualmente muy en cuenta por la geopolítica, no menos importante para esta es la evolución de la población de las potencias, aunque pueda resultar menos obvio.

En ‘The Human Tide’ (la marea humana), el demógrafo británico Paul Morland muestra cómo desde el momento en que la revolución industrial permitió superar la ‘maldición de Malthus’ (el crecimiento exponencial de la población abocaría a una gran hambre y hecatombe, pues los medios de subsistencia no aumentarían al mismo ritmo), las potencias mundiales se han ido sucediendo en la cúspide a medida que han ido atravesando las etapas de la llamada transición demográfica: reducción de la mortalidad infantil, aumento de la natalidad, extensión de los años de vida, gran crecimiento de la población... y su segunda parte: reducción del índice de fecundidad, estancamiento y luego previsible o ya materializado declive en el número de habitantes. Ese movimiento de alza y después de descenso Morland lo asemeja a una marea, que en algunos países se produjo primero y está acabando por suceder en todos.

La historia del mundo moderno se ha visto mecida –muchas veces zarandeada– por esa marea. Según Morland, “si bien la marea humana no determina el curso de la historia, la moldea, y en muchos casos parece claro que una diferente demografía habría llevado a un diferente resultado”. Así, por ejemplo, recuerda que la extensión del cultivo de la patata en Irlanda catapultó el volumen de su población, pero esta no tardó en verse diezmada al no haber medios de subsistencia para todos; la cuestión es que esto ocurrió en un momento de crecimiento de la población en Inglaterra (y Escocia), lo que retrasó la independencia irlandesa. Con más población, argumenta Morland, la independencia de Irlanda hubiera sido antes y tal vez no se habría producido la partición de la isla.

El autor apunta también un desarrollo político o cultural diferente en otros supuestos. Si en Quebec la comunidad de habla francesa y católica hubiera seguido manteniendo los altos índices de fecundidad más allá de 1960, en el referéndum de 1995 hubiera ganado la independencia de esa provincia canadiense. Y sin el ‘baby boom’ no habría habido ni rock & roll, ni los Beatles, ni los Rolling Stones; tampoco los ‘blue jeans’ ni el mayo del 68: fue una generación “con gran confianza en sí misma e influyente porque fue una generación numerosa”.

Pero lo que pudiera haber pasado en absoluto es la materia del libro de Morland, centrada en un ejercicio forense de demostración acerca de cómo la explosión demográfica ocurrida de modo sucesivo en diferentes potencias llevó a cada una de ellas a erigirse en hegemónica en el orden mundial o a retar seriamente a la potencia dominante.

Esa sucesión comenzó con la Inglaterra de la Revolución Industrial. Morland no resuelve de modo definitivo si el despegue demográfico contribuyó a dar el salto en el progreso tecnológico y la producción de bienes o fue la abundancia de sustento y la mejora de ciertas condiciones de vida lo que facilitó la reducción de la mortalidad. El asunto, como subraya el autor, es que ambos procesos se dieron a la vez. La revolución industrial inglesa no solo aumentó la población de Gran Bretaña, sino que alimentó la emigración hacia el exterior (Canadá, Australia, Nueva Zelanda...) a caballo del crecimiento del Imperio Británico. Fue ese vigor demográfico lo que facilitó a Inglaterra sustituir al viejo Imperio Español en el pódium internacional. En el tiempo de la Armada Invencible, la población de España era el doble de la del Reino Unido, tres siglos después era la mitad.

Pero el Reino Unido comenzó a perder su preeminencia en favor de Estados Unidos cuando la población de este último país alcanzó el tamaño de la británica hacia finales del siglo XIX. Al mismo tiempo, otra potencia europea, Alemania, empezó a experimentar su propia explosión demográfica, mientras que la inglesa se ralentizaba. En ese cambio de siglo, del XIX al XX, la población alemana y su producción de manufacturas alcanzó las cifras británicas, lo que derivaría en la confrontación de la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial. No obstante, cuando esta última se produjo, la potencia europea que estaba en la cresta de la ola demográfica era Rusia, al tiempo que Alemania atravesaba ya una moderación.

Cada uno de esos ascensos se produjo de modo más rápido y también fue más corto: “Cuanto más tarde llega un país a la industrialización, más rápido es capaz de adoptarla y más rápida es la transformación de su sociedad, por lo que más rápido es el crecimiento demográfico inicial”. También más veloz es su paso a la reducción de la fecundidad, al estancamiento demográfico y al posible descenso poblacional.

Se acaba de mencionar la Primera Guerra Mundial: la explosión demográfica de las potencias europeas en las décadas que condujeron a ese momento histórico las llevó a su percepción bien de ser potencias en auge o bien de verse pronto superados por algún vecino. Eso gestó su enfrentamiento y el propio modo como lo llevaron a cabo: dada la abundancia de jóvenes, contingentes de ellos fueron lanzados a la carnicería de guerra de trincheras.

Por otra parte, entre la Primera y la Segunda contiendas, Europa alcanzó su máximo de crecimiento demográfico, lo que, junto a consideraciones quizá más importantes de arquitectura internacional, ha contribuido a la prolongada paz en el continente.

Morland advierte que hay un “probado” vínculo entre la juventud de una sociedad y su proclividad a ir a la guerra. Un país con una tasa de fecundidad que raya la tasa de reemplazo poblacional, o está por debajo, es probable que vea las pérdidas civiles o militares como inaceptables, mientras que son más asumibles en un país con una tasa de fertilidad alta.

La guerra de Ucrania muestra la urgencia de una potencia en declive demográfico, Rusia, a la cual hasta ahora no le está sirviendo su táctica bélica habitual, no basada en el desarrollo tecnológico, sino en la superioridad numérica. Ciertamente Moscú no ha hecho una movilización general, pero le está faltando botas sobre el terreno –en una sociedad, por otra parte, que en su encogimiento demográfico asume menos fácilmente las bajas en el campo de batalla.

Morland no hace una predicción sobre el futuro de China, pero desde luego la sitúa en esa lista consecutiva de potencias que, gracias a su explosión en el crecimiento demográfico –de la mano del desarrollo económico–, se han ido sucediendo en la cúspide del orden mundial hasta que son sobrepasadas por la pujanza demográfica de otras potencias mundiales. La mano de obra en China ya ha dejado de crecer y el país está experimentando un acelerado envejecimiento. Sin de momento haberse puesto completamente a la par de Estados Unidos, China puede comenzar a perder fuelle en la rivalidad con Estados Unidos, país que, sin tener una dinámica demográfica excelente, va a mantener una mejor situación durante las próximas décadas.

El indudable interés de libro de Morland probablemente permite pasar por alto que en varios momentos de la obra exprese su posición personal en favor del control de la natalidad y la práctica del aborto. Son cuestiones controvertibles desde el punto de vista ético en las que hubiera sido deseable que, para respetar la posible variada opinión de los lectores, el autor se quedara al margen, sin decantar el debate con su “voto de calidad”. En cualquier caso, Morland está en contra de la intervención de los poderes públicos en condicionar el comportamiento de los individuos y advierte que por campañas que los gobiernos puedan realizar en favor de la natalidad o en su contra (en esto último pueden ser más efectivos debido a medidas coercitivas de diverso tipo), son las personas las que deciden tener los hijos que estiman oportunos, guiándose por comportamientos sociales difíciles de controlar.

A diferencia del pensamiento maltusiano que impregna mucha de la intelectualidad occidental, Morland revaloriza el tamaño de la población de un país, entendiendo su crecimiento como un bien. Y en un mundo al que ha vuelto la geopolítica, una mayor población es hoy un importante activo. Como ocurría en el mundo preindustrial, en un mundo actual donde se han generalizado las condiciones de la economía moderna, donde los avances tecnológicos están extendidos, “el tamaño de las poblaciones viene a importar más a la hora de determinar el tamaño de una economía”.