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Minería ilegal en Djado, Níger [OCWAR-T]
En las tierras del Sahel, el oro ha adquirido un valor colosal. Lo que en su día empezó como una minería de subsistencia para la población se ha convertido hoy en una inmensa economía ilícita en la que convergen el crimen organizado internacional y grupos yihadistas. Al mismo tiempo que los pozos auríferos se propagan, las rutas de este mineral se difuminan con las del crimen organizado. La intersección de redes económicas y redes armadas ha convertido al oro en un recurso estratégico no solo para los delincuentes, sino también para financiar la violencia y el crecimiento del terrorismo. En consecuencia, el resultado termina siendo aquel de un sistema que financia la violencia, desarticula al Estado y conecta el Sahel con los mercados globales.
El comercio de minerales y piedras preciosas no tiene un marco legislativo regulador y representa una industria muy vinculada a problemas y dificultades relacionadas con la ética, el medio ambiente y los trabajadores, como la edad de estos últimos o las condiciones extremas laborales. En numerosas situaciones, estas prácticas representan una manera más fácil y rentable de blanquear dinero, que incluso destruye el medioambiente, desplaza a las comunidades, contamina los recursos de agua potable e ignora los requisitos y restricciones legales.
De esta manera, la minería ilegal no es simplemente un asunto económico; es también una acción que daña los ecosistemas, promueve las economías criminales y agrava la vulnerabilidad de las comunidades dependientes de los recursos naturales. La minería ilegal genera una variedad de consecuencias negativas para el medio ambiente, los hábitats, la población humana y animal, las comunidades indígenas y sus modos de subsistencia, la salud pública, los sistemas económicos, el desarrollo y el estado de derecho. Los que se dedican a ella normalmente emplean equipos, artefactos y elementos químicos dañinos para el medio ambiente; esto no solo pone en peligro su salud, sino que también provoca serios perjuicios al entorno.
El Sahel, que abarca países como Mauritania, Mali, Níger, Burkina Faso y Chad, se beneficia de sus importantes yacimientos de minerales, entre los que destacan el oro, así como el uranio, además de contener reservas de hidrocarburos. A pesar de esta considerable riqueza, los recursos naturales se han transformado en el eje de una economía ilícita que ha terminado integrándose en las dinámicas propias del crimen organizado internacional.
Pobreza y terrorismo
Pese a la abundancia de oro, las poblaciones locales apenas perciben sus beneficios; la riqueza generada se concentra en las élites y alimenta la corrupción y la desigualdad estructural reflejando lo que se conoce como el fenómeno de ‘la maldición de los recursos naturales’. Naciones Unidas destaca que más del 84% de los habitantes en Chad viven en situación de pobreza, y alrededor del 53% en Senegal; el desempleo constituye un gran problema en Níger, donde alcanza el 33%.
Tres naciones del Sahel —Burkina Faso, Mali y Níger— se sitúan entre las 10 primeras posiciones del ranking de países más afectados por el terrorismo, según el Global Terrorism Index (GTI) de 2024. El GTI es una medida compuesta por 4 indicadores entre los que se miden incidentes, fatalidades, heridos y rehenes. Burkina Faso se encuentra en primera posición, con una nota de 8,5 con 111 incidentes; Mali aparece en una tercera posición, con una marca de 7,9 y 201 incidentes; por último, Níger registra una nota de 7,7 y 101 incidentes. Esas actividades terroristas son llevadas a cabo sobre todo por los dos grupos predominantes en el Sahel son Jama’at Nusrat al islam wa ak Muslimeen (JNIM), filial de Al Qaeda, y el Estado Islámico en el Gran Sáhara (EIGS), que opera como la filial local sahariana del Estado islámico.
Entrelazamiento pernicioso
La expansión de la minería multiplicó los yacimientos informales en Mali, Burkina Faso y Níger. Las redes criminales se entrelazan en la cadena: financian intermediarios, expulsan cooperativas rivales y mezclan el oro ilegal con la producción formal antes de exportarlo a refinerías fuera de África, donde el metal pierde toda trazabilidad.
Es en este punto donde se cruzan los dos mundos: las redes del crimen organizado brindan la infraestructura transnacional, además de comercio y contrabando, mientras que los grupos yihadistas ofrecen protección territorial a cambio de una parte de las ganancias. De este modo, el oro se transforma en una moneda de intercambio entre las dos partes.
Aunque el crimen organizado y el terrorismo yihadista difieren en motivación y métodos, ambos convergen funcionalmente en torno al oro. Esta relación se basa en la cooperación pragmática. El resultado es una economía ilícita híbrida que refuerza a ambos actores y debilita aún más la autoridad estatal en el Sahel.
Esta región es el lugar ideal para que las organizaciones criminales y los grupos terroristas operen con libertad. Realizan actividades ilegales que se adaptan a las condiciones locales y a la demanda internacional de recursos, siendo esencial para ello expandir el territorio y controlar las rutas comerciales.
Cabe destacar que el fenómeno de la minería ilegal no puede entenderse solamente como un problema de gobernanza interna, pues este no es el único motivo por el cual este fenómeno tiene lugar. Su dimensión transfronteriza convierte a la región en un punto altamente estratégico dentro de las nuevas economías del crimen. El oro extraído en zonas bajo control yihadista se traslada por rutas complejas que lo conectan con el sistema financiero internacional. Investigaciones demuestran que el metal, mezclado con cierta producción legal, es exportado a refinerías de países como Dubái o Suiza, donde pierde su trazabilidad. Este proceso de ‘blanqueo’ convierte al oro en un activo seguro, portable y anónimo, muy valorado para el lavado de dinero y la evasión fiscal.
Así, el oro que procede del Sahel no solo financia la violencia a nivel local, sino que también nutre flujos de capital ilegal que cruzan fronteras y terminan siendo parte de la economía formal mundial.
Aunque los grupos yihadistas controlan parte de la extracción y aplican impuestos sobre la producción, el oro continúa siendo un recurso que supera las estructuras puramente nacionales. Las redes criminales internacionales intervienen en las fases posteriores: compran el mineral a intermediarios locales, lo transportan a mercados regionales como los de Bamako o Lomé, y lo exportan a refinerías de Dubái o Estambul donde se blanquea e integra en los circuitos legales.
La convergencia entre crimen y terrorismo no implica una fusión, sino una cooperación. Este equilibrio de intereses ha creado un ecosistema ilícito que sustituye al Estado en la provisión de seguridad y recursos, debilitando la gobernanza y perpetuando la inestabilidad.
Esa articulación económica-política produce una simbiosis: los grupos armados obtienen recursos y control territorial, mientras que las redes criminales logran acceso seguro a la materia prima y a canales de internacionalización; por su parte, el Estado queda desplazado en la provisión de seguridad y regulación. En términos prácticos, el resultado es una estructura criminal que opera como plataforma de financiación y logística para la violencia.
El fenómeno, asimismo, tiene importantes repercusiones geopolíticas. El Sahel se perfila como una región de gran interés para poderes externos, entre ellos la Unión Europea, Rusia y China, en el marco de la competencia por recursos estratégicos y la transición energética. Esto fortalece la conversión de los recursos naturales en instrumentos de control y dependencia, convirtiendo el oro en un medio de influencia a nivel internacional.
Superar el problema mediante la cooperación
Más allá del Sahel, este fenómeno refleja una transformación estructural del crimen internacional: su creciente integración en los flujos globales de comercio y finanzas. El oro ilegal circula dentro del sistema económico mundial. En esta línea, el Sahel funciona como un laboratorio para el nuevo crimen global, en el que los recursos naturales reemplazan a las armas y las drogas como fuente de poder.
El único modo de romper el ciclo en el que los recursos naturales del Sahel alimentan la violencia, en lugar de garantizar la paz, es a través de una acción conjunta que integre transparencia, seguridad y desarrollo. Esta acción común podría combinar a los gobiernos de la región, las organizaciones continentales (como la Unión Africana) y las diversas organizaciones internacionales, comenzando por la ONU, con atención a la opinión de comunidades locales.
Esta cooperación debería ayudar a la trazabilidad del oro mediante sistemas transparentes, la actuación de fuerzas conjuntas y coordinadas que pudieran restablecer y asegurar la seguridad en la región, y la promoción de economías alternativas que ayuden al desarrollo de las comunidades y reduzcan así la dependencia de la minería ilícita. Solo de esta forma puede debilitarse la convergencia entre la economía ilícita, redes criminales y grupos yihadistas que actualmente persisten en el Sahel.