El negocio del embargo a Cuba: El castigo económico convertido en capital político

El negocio del embargo a Cuba: El castigo económico convertido en capital político

COMENTARIO

26 | 09 | 2025

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La medida perjudica a la isla, pero atribuir la crisis cubana exclusivamente al embargo supone pasar por alto las políticas del régimen

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Embajada de Estados Unidos en La Habana, reabierta con los acuerdos de Obama [Sterba]

El embargo económico a Cuba es uno de los regímenes de sanciones más complejos y longevos en la historia de la política exterior estadounidense. Desde su establecimiento en 1960, el embargo se ha recrudecido, añadiendo sucesivas capas legales y diplomáticas que lo convierten en un caso de estudio excepcional sobre la manera en que las sanciones pueden transformarse en políticas de difícil reversión.

Diversas administraciones estadounidenses han desarrollado mecanismos sancionadores que complican en gran medida el proceso de eliminación del embargo. Entre ellos está la reiterada inclusión de Cuba en la Lista de Estados Patrocinadores del Terrorismo, una medida introducida por primera vez en 1982 durante la administración de Reagan que fue temporalmente suspendida por la administración de Obama. Otras medidas relevantes son la Ley para la Democracia Cubana de 1992 (Cuban Democracy Act), que prohibió a Cuba comprar productos de empresas estadounidenses en el extranjero, y la Ley Helms Burton de 1996, la cual condiciona la eliminación de ciertas restricciones a la aprobación del Congreso.

Incluso en periodos de apertura como la flexibilización impulsada por la administración Obama, los cambios mostraron ser frágiles y reversibles, como evidenció el giro de la política bajo la presidencia de Trump a partir de 2017. Más de seis décadas después, el embargo sigue vigente no solo como medida económica sino como un entramado normativo y político que ha sobrevivido a cambios de administración, coyunturas internacionales y al propio fin de la Guerra Fría.

A la luz de estas dinámicas, no es posible explicar el embargo únicamente en términos de eficacia económica o impacto social. Más que un fracaso, el embargo se ha transformado en una herramienta política útil para las élites de todos los actores implicados incluyendo al gobierno de Washington, el régimen de La Habana y otros Estados que se benefician de la recurrente condena internacional. La supervivencia de esta política se explica menos por los efectos materiales que produce y más por la rentabilidad simbólica y electoral que representa. Esta perspectiva que se desarrolla en la parte central de este artículo permite leer el embargo no como una política obsoleta sino como un dispositivo político que persiste gracias al beneficio que ofrece a quienes lo administran o lo condenan.

Medir el impacto real del embargo en la economía cubana resulta particularmente complejo. La principal fuente de información utilizada para emitir las estadísticas anualmente son los datos que el propio gobierno cubano presenta ante las Naciones Unidas, documentos en los que se reporta la cifra de pérdidas acumuladas por ingresos que Cuba ha dejado de percibir debido al embargo estadounidense. Además de ser difícil de verificar de forma independiente, estos datos no detallan la metodología utilizada por el gobierno cubano ni ofrecen transparencia en su construcción. En el fondo, se trata de un instrumento político que privilegia la retórica del régimen sobre la evidencia técnica y que limita la posibilidad de evaluar con rigor la efectividad del embargo para los tomadores de decisión.

Aun considerando válida la narrativa oficial del inmensurable impacto en la economía cubana, el embargo difícilmente puede considerarse eficaz. Desde su establecimiento durante la Guerra Fría, la lógica de esta medida tenía por objetivo infligir un costo insoportable a la población con la expectativa de que la presión derivara en un levantamiento contra el régimen. Lester Mallory, funcionario del Departamento de Estado en 1960, expresó de forma cruda esta intención al afirmar que era necesario “provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”. En esta cadena de víctimas, el pueblo cubano queda en la primera línea enfrentándose al desabastecimiento, la precariedad y una represión cada vez más severa, mientras el régimen permanece en su cúpula intocable y lejana a esta realidad.

En consecuencia, atribuir la crisis económica cubana exclusivamente al embargo supone pasar por alto la complicada coyuntura en la isla. Aun bajo las consecuencias adversas de las sanciones, el régimen ha recibido apoyo material y financiero suficientes para mitigar al menos parcialmente sus efectos. Entre 1971 y 1989, la Unión Soviética transfirió aproximadamente 38.000 millones de dólares por la compra de azúcar a sobreprecio, de lo cual la población cubana tuvo un ínfimo retorno. Una gran parte de esos recursos se destinó a políticas de intervencionismo revolucionario en el extranjero incluyendo envíos de personal y apoyo a movimientos o gobiernos en Panamá, República Dominicana, Bolivia, Angola, Etiopía, Nicaragua y otros países.

Unas décadas más tarde, Venezuela se convirtió en un sostén crucial de la economía cubana. A través de acuerdos de cooperación, Caracas enviaba petróleo en condiciones concesionales y a menudo financiadas a largo plazo, mientras La Habana exportaba miles de médicos y personal de salud. De esta manera, Cuba aseguraba un suministro energético estable y obtenía divisas adicionales mediante la reventa de parte del crudo y sus derivados en el mercado internacional. Ninguno de estos respaldos se tradujo en reformas sostenibles ni en un cambio estructural de la economía.

Este fracaso se atribuye en gran medida al modelo interno del régimen, un sistema de planificación central que ha mostrado su inviabilidad y que solo países como Corea del Norte aún mantienen. En Cuba este modelo ha generado un déficit estructural en su balanza de pagos, a lo que se conoce como la capacidad de sostener las importaciones con los ingresos de sus propias exportaciones, haciendo al país un dependiente crónico de subsidios externos e impidiendo las condiciones para una recuperación sostenida. El embargo puede haber agravado ciertos déficits, pero no explica por completo la parálisis estructural que sufre la economía cubana. La crisis en la isla responde más bien a un régimen que ha reproducido patrones de ineficiencia y dependencia en la recepción de ayudas internacionales, primero con la URSS durante la Guerra Fría, luego con Venezuela hasta la crisis de 2017 y más recientemente con la incertidumbre frente a un posible acercamiento con China.

En ese contexto resulta más acertado interpretar el embargo no tanto como causa estructural de la crisis cubana sino como un escenario político que favorece a ciertos intereses. Lejos de medir su eficacia en términos económicos es posible observar cómo políticos republicanos y demócratas en Estados Unidos, el mismo régimen cubano y diversos actores internacionales extraen beneficios concretos de la persistencia de estas medidas garantizando así su supervivencia más por la utilidad política que por su impacto económico real.

En el caso de Estados Unidos, la utilidad del embargo opera de modo distinto entre las élites republicanas y demócratas. Para el Partido Republicano constituye un recurso electoral y de identidad política que sostiene una postura dura frente al régimen cubano. El interés principal radica en el capital electoral que produce el embargo en estados clave como Florida, al movilizar donaciones de grupos anticastristas y reforzar ante el electorado conservador una narrativa de firmeza contra el régimen de La Habana.

Los demócratas, por su parte, comparten la intención de promover reformas en la isla, pero se han enfrentado a diferentes obstáculos para convertir esa intención en resultados concretos. Cada intento de acercamiento de administraciones demócratas terminó frustrado por la acción del propio régimen cubano. Durante la administración Ford, Cuba intervino en la guerra de Angola donde Estados Unidos tenía intereses estratégicos. Con Carter el gobierno cubano envió tropas a Etiopía y Somalia en escenarios sensibles para Washington. Bajo la administración Clinton la tensión escaló tras el derribo del avión de los hermanos al rescate generando un amplio rechazo y críticas de la sociedad estadounidense. Incluso tras la visita de Obama a Cuba, cuya política de apertura generó expectativas, el gesto fue recibido con renuencia por parte del régimen como reflejan las reflexiones ‘El amigo Obama’ de Raúl Castro al afirmar que “no necesitamos que el imperio nos regale nada”.

Como señala Carmelo Mesa Lago, catedrático de Economía y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Pittsburgh, el régimen cubano debe aprender a ceder sin la ambición de ganarlo todo y hacerlo perder todo. En estos acercamientos medidas como la liberación de presos políticos habrían mostrado una disposición real de cambio por parte del gobierno cubano. Al no producirse estos gestos, los sectores republicanos más conservadores mantienen vivo el argumento de la necesidad de un embargo dentro de su lógica electoral.

Desde la perspectiva del régimen, la continuidad del embargo representa un recurso narrativo inigualable a nivel doméstico e internacional. Atribuir la crisis a sanciones externas permite desviar la atención de las ineficiencias internas propias de un modelo de planificación central dependiente de subsidios y sin capacidad de generar crecimiento económico sostenido. De este modo, el embargo funciona como un pretexto del gobierno para justificar la escasez, el desabastecimiento y la falta de reformas al tiempo que legitima la permanencia del poder y condiciona cualquier apertura hacia Washington.

En esta dinámica de intereses, la comunidad internacional también ha encontrado en la condena al embargo una forma de cuestionar la hegemonía estadounidense, en lugar de un gesto de solidaridad con el pueblo cubano. Este punto refleja la manera en que actores como China y la Unión Europea emplean estos instrumentos para afirmar su papel en el cuestionamiento de la hegemonía estadounidense; tal es el caso de las resoluciones anuales de la Asamblea General de la ONU contra el embargo. Al mismo tiempo empresas europeas, incluidas cadenas hoteleras españolas, ven limitada su capacidad de invertir en la isla debido a restricciones que afectan sus acciones e inversiones en Estados Unidos. La diplomacia cubana, cuya capacidad de articular respaldo en Nueva York no puede ser ignorada, ha sabido aprovechar este escenario obteniendo un apoyo casi unánime que refuerza la narrativa de resistencia frente a las restricciones estadounidenses.

En un escenario de transición hacia una administración demócrata en Estados Unidos, la eliminación del embargo dependerá de la capacidad del régimen cubano para responder a señales de apertura desde Washington. La experiencia reciente y los precedentes históricos muestran que esta posibilidad no se materializa automáticamente. Incluso durante la presidencia de Biden, los avances fueron limitados, y la agenda estadounidense continúa orientándose hacia otras regiones estratégicas, como Asia y Medio Oriente. La generación de un contexto favorable a una revisión sustantiva de la política estadounidense hacia La Habana implica que el gobierno cubano demuestre señales confiables, a través de gestos políticos internos y medidas de apertura económica.

El embargo contra Cuba, más allá de sus efectos económicos, revela su eficacia como un instrumento de cálculo político y simbólico. Fundamentalmente, su valor reside en la utilidad que ofrece a las élites estadounidenses, al propio régimen en Cuba y a ciertos actores internacionales que buscan contrarrestar la influencia de Washington. Esta rentabilidad compartida no es solo el principal motivo de su permanencia, sino también de su institucionalización como un escenario de intereses políticos que prioriza los cálculos de poder sobre la intención original de inducir cambios económicos y del régimen. De este modo, el embargo avanza en su evolución como en un mecanismo político autosuficiente, cuya influencia trasciende los objetivos para los que fue concebido.