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La posibilidad de que el Gobierno de Bolsonaro busque catologar de terrorista al Movimiento Sin Tierra por ocupar fincas a la fuerza reabre una histórica controversia
Cuando en torno a los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro Brasil aprobó su primera legislación antiterrorista, la iniciativa fue vista como un ejemplo a seguir por otros países latinoamericanos, hasta entonces poco familiarizados en general con un fenómeno que desde el 11-S tenía preeminencia en muchas otras partes del mundo. Sin embargo, la posiblidad de que, con el impulso político de Jair Bolsonaro, algún movimiento social, como el de los Sin Tierra, pase a ser catalogado como terrorista, viene a reavivar viejos temores de la izquierda brasileña y a acentuar la polarización social.
▲ Bandera del Movimento Dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (MST)
ARTÍCULO / Túlio Dias de Assis
En el último Festival de Cine de Berlín, el famoso actor y cineasta brasileño Wagner Moura presentó una película un tanto controvertida, “Marighella”. El filme retrata la vida de un personaje de la historia brasileña reciente, amado por unos y odiado por otros: Carlos Marighella, lider de la Ação Libertadora Nacional. Esta organización fue una guerrilla revolucionaria responsable de varios atentados contra del régimen dictatorial militar que entre 1964 y 1985 rigió Brasil. Por ello, la película provocó reacciones muy dispares: para algunos, es la justa exaltación de un auténtico mártir de la lucha antifascista; para otros, una apología del terrorismo de guerrillas armadas. Esta pequeña contienda ideológica acerca de “Marighella”, aunque pueda parecer insignificante, es el reflejo de una antigua herida en la política brasileña que se reabre cada vez que el país debate sobre la necesidad de una legislación antiterrorista.
El concepto de legislación antiterrorista es algo que se ha asentado en muchas partes del mundo, especialmente en Occidente tras el 11-S. Sin embargo, esta noción no es tan común en Latinoamérica, probablemente por la poca frecuencia de ataques de este tipo sufridos por la región. Con todo todo, la falta de atentados no implica que no haya presencia de movimientos de ese género en los países americanos; es más, varios de ellos son conocidos por ser “refugio” de organizaciones de esta índole, como ocurre en la Triple Frontera, la zona de contacto entre las fronteras de Argentina, Brasil y Paraguay. Lo que sucede en ese área se debe en gran medida a la falta de legislación directa y efectiva contra el terrorismo organizado por parte de los gobiernos nacionales.
En el caso de Brasil, al igual que ocurre en algunos de sus países vecinos, la falta de una legislación antiterrorista se debe al temor histórico por parte de los partidos de izquierda a su posible en contra de movimientos sociales de cierto carácter agresivo. En Brasil, esto se vio ya reflejado en transición política de finales de la década de 1980, cuando hubo una clara protesta por parte del PT (Partido dos Trabalhadores), entonces bajo el mando de Luiz Inácio “Lula” da Silva, en contra de todo intento de introducir el concepto antiterrrorista en la legislación. Curiosamente, la misma Constitución Federal de 1988 menciona la palabra “terrorismo” dos veces: primero, como algo que debe rechazarse en la política exterior brasileña, y segundo, como uno de los crímenes imperdonables contra la Federación. Pese a ello, no prosperó ningún intento de definir dicho crimen, y aunque tras los atentados del 11-S se reanudaron las discusiones acerca de una posible ley, la izquierda laborista –ya durante la presidencia de Lula– siguió justificando su negativa invocando la persecución ejecutada por la Junta Militar de la dictadura. Véase que la misma expresidenta Dilma Rousseff fue encarcelada por formar parte de la VAR-Palmares (Vanguarda Armada Revolucionária Palmares), un grupo revolucionario de extrema izquierda que formaba parte de la oposición armada al régimen.
Amenaza terrorista en los JJOO
Durante los mandatos del PT (2003-2016) no hubo ningún tipo de iniciativa legislativa por parte del Gobierno sobre el tema; además, cualquier otro proyecto que surgiera desde el Legislativo, ya fuera el Senado o la Cámara de los Diputados, se veía bloqueado por el Ejecutivo. A menudo el Gobierno también justificaba su posición aludiendo una supuesta “neutralidad”, escudándose en el deseo de no involucrarse en conflictos externos. Esta actitud llevaría a que varios prófugos acusados de participar o colaborar en atentados en otros países se refugiaran en Brasil. Sin embargo, a mediados de 2015, al acercarse al inicio de los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro, se valoró el riesgo de un posible atentado ante un evento de tamaña relevancia. Esto, junto a la presión de la derecha en el Congreso (téngase en cuenta que Rousseff ganó las elecciones de 2014 con un margen muy estrecho, de menos del 1%), llevó a que el Gobierno petista pidiera al parlamento que redactara una definión concisa de terrorismo y de otros crímenes relacionados, como los relativos a la financiación. Finalmente, la primera ley antiterrorista brasileña fue firmada por Rousseff en marzo de 2016. Si bien esta es la versión “oficial” de ese proceso, no son pocos los que defienden que la razón real para la implantación de la ley fuera la presión ejercida por el FATF (Grupo de Acción Financiera contra el Blanqueo de Capitales, creada por el G8), dado que esta entidad había amenazado con incluir a Brasil en la lista de países no cooperantes contra el terrorismo.
La ley antiterrorista brasileña tuvo su eficacia, pues sirvió de marco legal para la llamada Operação Hardware. Mediante esta operación la Policía Federal Brasileña logró arrestar a varios sospechosos de una rama del DAESH operativa en Brasil, los cuales planeaban realizar un atentado durante los JJOO de Río. El juez federal Marcos Josegrei da Silva condenó a ocho sospechosos por afiliación a un grupo terrorista islámico, en la primera sentencia de este tipo en la historia de Brasil. La decisión del juez fue bastante controvertida en su momento, en gran medida debido a la poca familiaridad de la sociedad brasileña con este tipo de riesgos. Por ello, muchos brasileños, incluida parte de la prensa, criticaron la “desproporcionalidad” con la que se les trataba a los acusados.
Impulso Bolsonarista
Desde entonces Brasil viene a ser considerado como una especie de ejemplo entre los país sudamericanos en la lucha contra el terrorismo. Sin embargo, no parece que el status quo mantenido durante el final de la administración Rousseff y el corto mandato de Temer vaya a quedar intacto por mucho tiempo. Esto se debe al ardiente debate suscitado por la derecha bolsonarista, que aboga para que sean clasificadas como terrorismo las actividades delictivas de varios grupos de extrema izquierda, especialmente el MST (Movimento Dos Trabalhadores Rurais Sem Terra). El MST es el mayor movimiento social agrario, de talante marxista, y es conocido a nivel nacional por sus ocupaciones de aquellas tierras que el grupo considera “inútiles o malaprovechadas” a fín de que “se les de un mejor uso”. La ineficacia del Estado a la hora de detener las invasiones de propiedad privada llevadas a cabo por el MST ha sido denunciada de modo recurrente en el Congreso, especialmente durante los años de gobierno del PT, sin mayores consecuencias. Sin embargo, ahora que la derecha tiene un mayor peso, el debate ha vuelto a cobrar vida y no son pocos los diputados que han mencionado ya su intención de procurar denominar al Movimiento Sin Tierra como organización terrorista. El propio Bolsonaro ha sido un férreo defensor de proscribir al MST.
Asímismo, a la vez que el actual ministro de Justicia, Sergio Moro, anuncia la posibilidad de la creación de un sistema de inteligencia antiterrorista, siguiendo el modelo de su homólogo estadounidense, y el Congreso debate la expansión de la actual lista de orrganizaciones terroristas para incluir grupos como Hezbolá, otros políticos brasileños han decidido poner en marcha en el Senado una propuesta de legislación para criminalizar las acciones del MST. En caso de ser aprobada, esta iniciativa vendría a hacer realidad el temor que la izquierda ha invocado todos estos años. Al fin y al cabo, esta no es que sea la mejor manera de cumplir la promesa de “gobernar para todos”. Es más, una medida tan desproporcionada para este tipo de actividades no haría más que aumentar la ya intensa polarización política hoy presente en la sociedad brasileña: más bien sería lo equivalente a echar sal a una vieja herida, una que parecía estar ya a punto de cicatrizar.