[Barack Obama, Una tierra prometida (Debate: Madrid, 2020), 928 págs.]
RESEÑA / Emili J. Blasco
Las memorias de un presidente son siempre un intento de justificación de su actuación política. Habiendo empleado George W. Bush menos de quinientas páginas en «Decision Points» para intentar explicar las razones de una gestión en principio más controvertida, que Barack Obama utilice casi mil para una primera parte de sus memorias (Una tierra prometida solo cubre basta el tercero de sus ocho años de presidencia) parece un exceso: de hecho, ningún presidente estadounidense ha requerido tanto espacio en ese ejercicio de querer dejar atado su legado.
Es verdad que Obama tiene gusto por la pluma, con algún libro precedente en el que ya demostró buena narrativa, y es posible que esa inclinación literaria le haya vencido. Pero probablemente ha sido más determinante la visión que Obama ha tenido de sí mismo y de su presidencia: la convicción de tener una misión, como primer presidente afroamericano, y su ambición de querer doblar el arco de la historia. Cuando, con el paso del tiempo, Obama comienza a ser ya uno más en la lista de presidentes, su libro revindica el carácter histórico de su persona y sus realizaciones.
El primer tercio de Una tierra prometida resulta especialmente interesante. Hay un repaso somero de su vida anterior a la entrada en política y luego el detalle de su carrera hasta alcanzar la Casa Blanca. Esta parte tiene la misma carga inspiradora que hizo tan atractivo Los sueños de mi padre, el libro que Obama publicó en 1995 cuando lanzó su campaña al Senado del estado de Illinois (en España apareció en 2008, a raíz de su campaña a la presidencia). Todos podemos sacar lecciones muy útiles para nuestra propia superación personal: la idea de ser dueños de nuestro destino, de cobrar conciencia de nuestra identidad más profunda, y la seguridad que eso nos da para llevar a cabo muchas empresas de gran valor y transcendencia; el poner todo el empeño en una meta y aprovechar oportunidades que quizá no vuelvan a presentarse; en definitiva, el pensar siempre por elevación (cuando Obama vio que su trabajo como senador de Illinois tenía poco impacto, su decisión no fue dejar la política, sino saltar al ámbito nacional: se presentó a senador en Washington y de ahí, solo cuatro años después, llegó a la Casa Blanca). Se trata, además, de unas páginas ricas en enseñanzas sobre comunicación política y campañas electorales.
Pero cuando la narración comienza a abordar el periodo presidencial, que arrancó en enero de 2009, ese tono inspirador decae. Lo que antes era una sucesión de adjetivos generalmente positivos hacia todos, empieza a incluir diatribas contra sus oponentes republicanos. Y aquí está el punto que Obama no logra superar: otorgarse todo el mérito moral y negárselo a quien con sus votos en el Congreso discrepaba de la legislación promovida por el nuevo presidente. Cierto que Obama contó con una oposición muy frontal de los líderes republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes, pero estos también apoyaron algunas de sus iniciativas, como el propio Obama reconoce. Por lo demás, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Amplios sectores republicanos se echaron enseguida al monte, como pronto evidenció la marea del Tea Party en las elecciones de medio mandato de 2010 (en un movimiento que acabaría desembocando en el respaldo a Trump), pero también es que Obama había llegado con las posiciones más a la izquierda que se recordaban en la política estadounidense. Con su empuje idealista, Obama había dado poco ejemplo de esfuerzo bipartidista en su paso por el Senado de Illinois y de Washington; cuando algunas de sus reformas desde la Casa Blanca se vieron bloqueadas en el Congreso, en lugar de buscar un acomodo –aceptando una política de lo posible– fue a la calle a enfrentar a los ciudadanos con los políticos que se oponían a sus transformaciones, enquistando aún más las trincheras de unos y otros.
El historiador británico Niall Ferguson ha apuntado que el fenómeno Trump no se entendería sin la presidencia previa de Obama, aunque probablemente la agria división política en Estados Unidos sea una cuestión de corriente profunda en la que los líderes juegan un papel menos protagonista de lo que supondríamos. Justamente Obama se vio a si mismo como alguien idóneo, por su mezcla cultural (de raza negra, pero criado por su madre y abuelos blancos), para superar esa grieta que en la sociedad estadounidense iba agrandándose; sin embargo, no pudo tender los puentes ideológicos necesarios. Bill Clinton se enfrentó a un similar bloqueo republicano, en el Congreso liderado por Newt Gingrich, y procedió a transacciones que fueron útiles: restó carga ideológica y trajo una prosperidad económica que relajó la vida pública.
Una tierra prometida incluye muchas reflexiones de Obama. Generalmente aporta los contextos necesarios para entender bien las cuestiones, por ejemplo en la gestación de la crisis financiera de 2008. En política exterior detalla el estado de las relaciones con las principales potencias: la animadversión hacia Putin y la suspicacia hacia China, entre otros asuntos. Hay aspectos con distintas posibles vías de avance en los que Obama no deja margen para una posición alternativa lícita: así, en un tema especialmente emblemático, carga contra Netanyahu sin admitir ningún error propio en su aproximación al problema palestino-israelí. Esto es algo que otras reseñas del libro han señalado: la ausencia de autocrítica (más allá de admitir pecados de omisión al no haber sido todo lo audaz que hubiera deseado), y la falta en admitir que en algún aspecto quizás el oponente podía tener razón.
La narración transcurre con buen ritmo interno, a pesar de las muchas páginas. El tomo termina en 2011, en un momento aleatorio determinado por la extensión que se prevea para una segunda entrega; no obstante, tiene un colofón con suficiente fuerza: la operación contra Osama bin Laden, por primera vez contada en primera persona por quien tenía el máximo nivel de mando. Aunque se desconoce el grado de implicación de otras manos en la redacción de la obra, esta tiene un punto de lirismo que conecta directamente con Los sueños de mi padre y que ayuda a atribuirla, al menos en gran medida, al propio expresidente.
La obra contiene muchos episodios de la vida doméstica de los Obama. Los constantes piropos de Obama a su mujer, la admiración por su suegra y las continuas referencias a la devoción por sus dos hijas podrían considerarse algo innecesario, sobre todo por lo recurrente, en un libro político. No obstante, otorgan al relato el tono personal que Obama ha querido adoptar, dando además calidez humana a quien con frecuencia se le acusó de tener una imagen pública de persona fría, distante y demasiado reflexiva.