Asia central: una historia de disputa entre Rusia y China

Asia central: Una historia de disputa entre Rusia y China

RESEÑA

08 | 06 | 2022

Texto

Origen y desarrollo de los cinco ‘istanes’ centroasiáticos y la diferente suerte de la parte oriental de la región, Xinjiang, en un duro proceso de ‘reeducación’ chino

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Portada del libro de Adeeb Khalid ‘Central Asia. A new history from the imperial conquest to the present ’ (Princeton: Princeton University Press, 2021) 556 pgs.

Como zona encerrada en una gran masa continental, a enorme distancia de mar abierto, sin siluetas costeras que visualicen mejor los contornos geográficos, el enorme espacio de Asia Central tiende a percibirse como un área amorfa, de enrevesadas fronteras y de complicada nomenclatura. Nos referimos a esos países como un bloque –los ‘istanes’–, lo que insiste en dar a esos países centroasiáticos un trato desdibujado, sin personalidad propia. Y es verdad que durante mucho tiempo a toda esa extensión se la designó con un mismo nombre, Turquestán (por la raza turca que básicamente pobló la región). En los siglos XVIII y XIX fue un amplio lienzo en el que los imperios ruso y chino vertieron su influencia e intento de dominio. Rusia se quedó con el Turquestán occidental (hoy las cinco repúblicas de Kazajistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Kirguistán y Tayikistán) y China con el Turquestán oriental (la provincia de Xinjiang o Sinkiang, a la que Pekín está sometiendo a un brutal proceso de asimilación).

Precisamente no dejar aparte a Xinjiang y tener en cuenta todo el conjunto del antiguo Turquestán, es quizá el mayor acierto de la historia sobre Asia Central escrita por Adeeb Khalid, profesor en el Carleton College de Minnesota. A la vista del mapa de la región se entiende muy bien que excluir Xinjiang del relato es cortar una parte del todo: con su inclusión se completa una orla exterior semicircular —la estepa, el medio natural del nomadismo y la ganadería– que acoge un núcleo interior central, alrededor del rico valle de Ferganá, el cual generó la agricultura y la vida urbana.

A partir de ese marco físico, los grupos humanos fueron desarrollándose hasta madurar nacionalidades distintivas en la segunda mitad del siglo XX. Curiosamente fue el comunismo de la Unión Soviética, al que tantas veces se le ha atribuido un efecto de glaciación de los nacionalismos internos (descongelados luego, con efectos virulentos, al caer el Muro de Berlín), el que propició las identidades dispares de los vecinos centroasiáticos, según remarca Khalid. El comunismo llegó a “quedar ligado al patriotismo soviético y este patriotismo era multinacional”; la URSS “fue el único país del mundo sin un indicador geográfico o étnico en su nombre”. En cambio, el nacionalismo chino intenta por todos los medios acabar con la especificidad de los uigures de Xinjiang. “Mientras las antiguas repúblicas soviéticas se convirtieron en estados independientes, Xinjiang ha ido en la otra dirección, siendo crecientemente asimilada dentro de China”, escribe Khalid, y por eso considera que “el pasado soviético ha sido más bendición que maldición para los estados independientes de Asia central”.

Con todo, el autor reconoce que en términos económicos los dos territorios –el oeste y el este del viejo Turquestán– se han cambiado los papeles. Si en la época del desarrollismo industrial, el área soviética contó con un claro avance respecto a la retrasada Xinjiang, hoy los progresos tecnológicos chinos están haciendo de esa provincia un ‘hub’ en los proyectos de conexión de la Franja y la Ruta.  

El libro se preocupa de aclarar algunas interpretaciones que Khalid estima erróneas. Una es ver Asia Central como codiciada tanto por Rusia como por Inglaterra durante el Gran Juego que enfrentó a ambos imperios en el siglo XIX. Khalid precisa que los británicos solo tuvieron interés en mantener a los rusos a distancia, lejos de la capacidad real de invadir India, sin propiamente abrigar ambiciones territoriales en ese vasto espacio que servía de colchón.

Otro punto que revisa el autor es atribuir el cuarteamiento del contorno centroasiático en cinco repúblicas soviéticas a un deseo de Stalin de poder dominar mejor cualquier veleidad secesionista de un sujeto mayor. Khalid explica que la organización administrativa soviética establecida en las décadas de 1920 y 1930 en realidad buscó asentar la estructura del nuevo estado sobre los sistemas de control del espacio que se habían ido ya perfilando previamente. Habiéndose descartado que hubiera una República de Asia Central, las cinco repúblicas nacieron al mismo tiempo, unas con mayor rango y otras inicialmente como entidades autónomas dentro de otras, pero ya antes de la Segunda Guerra Mundial los lindes quedaron consolidados. Kazajistán al principio fue una república autónoma dentro de Rusia, atendiendo a que su mitad norte esteparia había sido repoblada con rusos (una dualidad que aún se mantiene), pero pronto caminó por separado. Aun teniendo el mismo origen histórico y étnico –mezclado con elementos persas en el caso de Tayikistán, cuyo idioma es el único sin raíz turca– cada cual ha derivado en una nación distintiva, de forma que, significativamente, cuando se disolvió la URSS nadie planteó fusionar todas o algunas de las repúblicas centroasiáticas.

Además de ofrecer una visión benévola sobre el efecto que el comunismo tuvo en el desarrollo de la identidad nacional de las repúblicas de Asia central (algo que otros expertos discuten), Khalid también subraya la positiva influencia que ha ejercido el Islam en la conformación de esas identidades (en esto hay más unanimidad). Desde luego la ha tenido como elemento de resistencia frente al riesgo de asimilación rusa, aun cuando la era soviética despojó a esos pueblos de la experiencia de una religiosidad pública. El autor destaca esa vivencia del Islam más cultural que ideológica como posible explicación de que no haya surgido un islamismo radical o una república islámica, a pesar de compartir fronteras en algunos casos con el Afganistán de los talibanes o el Irán de los ayatolás.

Aunque como compendio histórico de una región quizá personalmente desconocida por el lector las primeras páginas dedicadas a épocas alejadas en el tiempo pueden resultar arduas (y el libro no es corto: supera las quinientas páginas), la obra de Khalid cuenta con un inglés cuidado, de expresión elegante, que permite llegar con fluidez a los siglos más recientes. Su conocimiento directo de Asia Central –con experiencia de primera mano de muchos lugares, también de Xinjiang– y su perceptible ponderación de juicios ofrecen una historia actualizada de un área entre Rusia, China e India que en la mente de muchos sigue siendo algo indefinido.