Marc Ribert
Escribir sobre lo escrito
Proyecto Fin de Carrera Máster Universitario de Arquitectura
Universidad de Navarra
Tutor: Eduardo Escauriaza
Inútilmente intentaré describirte Mayrit, ciudad que un día y sin aviso previo amaneció amurallada. Podría decirte de cuántas alturas son sus torres, con qué rocas se construyen sus muros, de qué tipo son los arcos que custodian las calles. Pero sé que sería como no decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de las historias que de ella y en ella se han escrito. Historias que pueden leerse cuando el viento sopla desde oeste y levanta el denso velo de los siglos, es ahí, bajo la hojarasca del tiempo, donde esta curiosa ciudad comienza.
Si me permites, prefiero hablarte de aquella noche en la que el cardenal del ático de bailén tuvo un sueño extraño, enigmático. Se imaginó a sí mismo deambulando por una ciudad desconocida, irregular, de calles de arena gruesa y hedores exóticos, las viviendas, trabajadas con la misma tierra que pisaban sus sandalias, aglutinadas una sobre otra formando torres inalcanzables.
No muy lejos encontró una hendidura en el muro, donde un rayo de luz reptaba diagonalmente hacia el testero, bañando los sillares de claroscuros meditados, cambiantes, testigos de la metamorfosis de los días. Tropezó un par o tres de veces antes de llegar a la cima.
Cuando alcanzó la cumbre, torció en la dirección del rayo y salió al exterior. Desde ese particular baluarte observó los campos infinitos, no había edificaciones en la cercanía, tan solo cultivos que nacían de las aguas del río manzanares. Paseó por el adarve y recordó esa frase que todos sin excepción hemos oído a nuestros abuelos y estos a los suyos, Antes todo era campo, y era cierto. La pregunta que inmediatamente asaltó a nuestro hombre, tan fulminante que no tuvo tiempo siquiera a plantearla, no fue tanto el Dónde se encontraba, sino el Cuándo.
Se percató entonces de que, a lo lejos, una neblina había comenzado a formarse, poco a poco se alzaba y nublaba la fuga de sus ojos, la línea donde todo confluye según las normas de la óptica. El remolino de polvo y arena engrandeció y seguidamente lo acompañó el estruendo de cadenas y herraduras, los chillidos metálicos, el relinchar de unos caballos asustados por los azotes de gruesos látigos de cuero, corriendo ciegos en dirección a las murallas, empuñados por hombres sin rostro, máquinas imperecederas de otro siglo, destrozando a su paso la vida que nacía de la tierra, la ingeniería de los riegos, el paisaje ordenado por la belleza de la ciencia y la tecnología y alimentado por la gracia del cielo inescrutable.
Cuando ya estaban cerca, el cardenal identificó en los estandartes la silueta de la cruz, el símbolo que habría de portar en sus días por venir, el mensaje con el que construiría su vida y la de tantos otros, y no pudo reprimir un escalofrío, Qué significa eso, se preguntó, acaso se hallaba él en el bando equivocado, Alto, les gritó, pero quién iba a escuchar a un pobre viejo custodiando una fortaleza enemiga, Alto, gritó de nuevo, pero el ejército avanzó hasta las puertas, superó fácilmente el foso, solo entonces se dio cuenta de que los portones de la Vega estaban ya abiertos.
Presa del pánico, corrió por el paseo de ronda gritando, Están aquí, están aquí, llegó a un torreón e hizo sonar sus campanas, Están aquí, pero no hubo respuesta, las puertas de las viviendas adheridas a la fortificación seguían cerradas, y de igual forma permanecieron las del resto de construcciones que poblaban la pequeña ciudad.
Fue entonces cuando, por motivos que aún no alcanza a comprender, escaló el antepecho que le separaba del abismo, extendió los brazos al cielo y, antes de que los soldados sin rostro ni nombre pudiesen llegar a detenerle, dejó que su cuerpo cayese al vacío. Ni siquiera el aire, movido por las leyes conocidas de la física, intentó disuadirle. El cardenal cayó en picado y en el instante previo al impacto devolvió la mirada atrás, en un último adiós a esa fortaleza invadida. Fue entonces cuando observó la silueta de una mujer, la mujer más bella que había visto nunca, custodiando desde la muralla y a primera línea de fuego la entrada a la ciudad. Estaba sonriendo.
Una descripción de Mayrit como es hoy debería responder a la cuestión de fondo, Cómo iba a amanecer una ciudad, y Por qué. Acaso es la muralla una piel, Acaso nosotros su esqueleto, Acaso la neblina su ropaje. Acaso puede ella amanecer como cualquiera de los hombres y mujeres y niños, Acaso no implicaría esto aceptar de buen inicio la premisa inseparable de todo ser que amanece y que se acuesta, la premisa de la vida, que la ciudad, como cualquier otro personaje de este cuento, se duerme y se despierta, se nutre y se ejercita, crece e incluso, como ya han apuntado algunos, es capaz de hablar por sí misma, y que por tanto participa de la historia y la siente y la recuerda y la esquiva y la altera a placer, convirtiéndose inevitablemente en su personaje principal.