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ANÁLISISSalvador Sánchez Tapia [Gral. de Brigada (Res.)]

La pandemia de COVID-19 que atraviesa España desde comienzos de este 2020 ha puesto de manifiesto el lugar común, no por repetido menos verdadero, de que el concepto de seguridad nacional ya no puede quedar limitado al estrecho marco de la defensa militar y demanda el concurso de todas las capacidades de la nación, coordinadas al más alto nivel posible que, en el caso de España, no es otro que el de la Presidencia del Gobierno a través del Consejo de Seguridad Nacional.[1]

En coherencia con este enfoque, nuestras Fuerzas Armadas se han visto directa y activamente involucradas en una emergencia sanitaria a priori alejada de las misiones tradicionales del brazo militar de la nación. Esta contribución militar, sin embargo, no hace sino responder a una de las misiones que la Ley Orgánica de la Defensa Nacional encomienda a las Fuerzas Armadas, amén de a una larga tradición de apoyo militar a la sociedad civil en caso de catástrofe o emergencia.[2] En su ejecución, unidades de los tres Ejércitos han llevado a cabo cometidos tan variados y, aparentemente tan poco relacionados con su actividad natural, como la desinfección de residencias de ancianos o el traslado de cadáveres entre hospitales y morgues.

Esta situación ha agitado un cierto debate en círculos especializados y profesionales acerca del rol de las Fuerzas Armadas en los escenarios de seguridad presentes y futuros. Desde distintos ángulos, algunas voces claman por la necesidad de reconsiderar las misiones y dimensiones de los Ejércitos, para alinearlas con estas nuevas amenazas, no con el de la guerra clásica entre estados.

Esta visión parece tener uno de sus puntos de apoyo en la constatación, aparentemente empírica, de la práctica ausencia de conflictos armados convencionales –entendiendo como tales aquellos que enfrentan entre sí ejércitos con medios convencionales maniobrando en un campo de batalla– entre estados que se vive actualmente. A partir de esta realidad, se concluye que esta forma de conflicto estaría prácticamente desterrada, siendo poco más que una reliquia histórica reemplazada por otras amenazas menos convencionales y menos “militares” como las pandemias, el terrorismo, el crimen organizado, las noticias falsas, la desinformación, el cambio climático o las cibernéticas.

El corolario resulta evidente: es necesario y urgente repensar las misiones, dimensiones y equipamiento de las Fuerzas Armadas, pues su configuración actual está pensada para confrontar amenazas convencionales caducas, y no para las que se dibujan en el escenario de seguridad presente y futuro.

Un análisis crítico de esta idea muestra, sin embargo, una imagen algo más matizada. Desde un punto de vista meramente cronológico, la todavía inconclusa guerra civil siria, ciertamente compleja, está más cerca de un modelo convencional que de cualquiera de otro tipo y, desde luego, las capacidades con las que Rusia hace sentir su influencia en esta guerra apoyando al régimen de Assad, son plenamente convencionales. En 2008, Rusia invadió Georgia y ocupó Osetia del Sur y Abjasia mediante una operación ofensiva convencional. En 2006, Israel tuvo que hacer frente en el Sur del Líbano a un enemigo híbrido como Hezbollah –de hecho, fue este el modelo escogido por Hoffman como prototipo para acuñar el término “híbrido”–, que combinó elementos de guerra irregular con otros plenamente convencionales.[3] Antes aún, en 2003, los Estados Unidos invadieron Irak mediante una amplia ofensiva acorazada.[4]

Si se elimina el caso de Siria, considerándolo dudosamente clasificable como guerra convencional, todavía puede argumentarse que el último conflicto de esta naturaleza –que, además, implicó ganancia territorial– tuvo lugar hace tan solo doce años; un período de tiempo lo suficientemente corto como para pensar que puedan extraerse conclusiones que permitan descartar la guerra convencional como un procedimiento cuasi extinto. De hecho, el pasado ha registrado períodos más largos que este sin confrontaciones significativas, que bien podrían haber hecho llegar a conclusiones similares. En tiempos de la Roma Imperial, por ejemplo, la época Antonina (96-192 d.C.), supuso un largo período de Pax Romana interior alterado brevemente por las campañas de Trajano en Dacia. Más recientemente, tras la derrota de Napoleón en Waterloo (1815), las potencias centrales de Europa vivieron un largo período de paz de nada menos que treinta y nueve años.[5] Huelga decir que el final de ambos períodos estuvo marcado por el retorno de la guerra al primer plano.

Puede aducirse que la situación ahora es diferente, pues la humanidad actual ha desarrollado un rechazo moral hacia la guerra como un ejercicio destructivo y, por ende, no ético e indeseable. Esta postura, netamente Occidente-céntrica –valga el neologismo– o, si se prefiere, Eurocéntrica, toma la parte por el todo y asume esta visión como unánimemente compartida a nivel global. Sin embargo, la experiencia del Viejo Continente, con un largo historial de destructivas guerras entre sus estados, con una población altamente envejecida, y con poco apetito por mantenerse como un jugador relevante en el Sistema Internacional, puede no ser compartida por todo el mundo.

El rechazo occidental a la guerra puede ser, además, más aparente que real, guardando una relación directa con los intereses en juego. Cabe pensar que, ante una amenaza inmediata a su supervivencia, cualquier estado europeo estaría dispuesto a ir a la guerra, incluso a riesgo de verse convertido en un paria sometido al ostracismo del Sistema Internacional. Si, llegado ese momento, tal estado hubiera sacrificado su músculo militar tradicional en pos de la lucha contra amenazas más etéreas, tendría que pagar el precio asociado a tal decisión. Téngase en cuenta que los estados eligen sus guerras sólo hasta cierto punto, y que pueden verse forzados a ellas, incluso en contra de su voluntad. Como decía Trotsky, “puede ser que usted no esté interesado en la guerra, pero la guerra está interesada en usted”.

El análisis de los períodos históricos de paz antes referido sugiere que, en ambos casos, fueron posibles por la existencia de un poder moderador más fuerte que el de las entidades políticas que componían el Imperio Romano y la Europa de después de Napoleón. En el primer caso, este poder habría sido el de la propia Roma y sus legiones, suficiente para garantizar el orden interno del imperio. En el segundo, las potencias europeas, enfrentadas por muchas razones, se mantuvieron, no obstante, unidas contra Francia ante la posibilidad de que las ideas de la Revolución Francesa se extendieran y socavaran los cimientos del Antiguo Régimen.

Hoy en día, y aunque resulte difícil encontrar una relación causa-efecto verificable, es plausible pensar que esa fuerza “pacificadora” la proporcionan el poder militar norteamericano y la existencia de armas nucleares. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos han proporcionado un paraguas de seguridad efectivo bajo cuya protección Europa y otras regiones del mundo han quedado libres del flagelo de la guerra en sus territorios, desarrollando sentimientos de rechazo extremo hacia cualquiera de sus formas.

Sobre la base de su inigualable poder militar, los Estados Unidos –y nosotros con ellos– han podido desarrollar la idea, avalada por los hechos, de que ningún otro poder va a ser tan suicida como para enfrentarse al suyo en una guerra convencional abierta. La conclusión está servida: la guerra convencional –contra los Estados Unidos, cabría añadir– se hace, en la práctica, impensable.

Esta conclusión, sin embargo, no está fundada en una preferencia moral, ni en la convicción de que otras formas de guerra o de amenaza sean más eficaces sino, lisa y llanamente, en la constatación de que, ante el enorme poder convencional de Norteamérica, no cabe sino buscar la asimetría y confrontarlo por otros medios. Parafraseando a Conrad Crane, “hay dos tipos de enemigo: el asimétrico y el estúpido”.[6]

Es decir, el poder militar clásico es un elemento disuasorio de primer orden que ayuda a explicar la baja recurrencia de la guerra convencional. No es sorprendente que, incluso autores que predican el fin de la guerra convencional aboguen porque los Estados Unidos conserven su capacidad para la misma.[7]

Desde Norteamérica, esta idea ha permeado al resto del mundo o, al menos, al ámbito cultural europeo, donde se ha convertido en una verdad que, so capa de realidad incontestable, obvia la posibilidad de que sean los Estados Unidos quienes inicien una guerra convencional –como ocurrió en 2003–, o la de que esta se produzca entre dos naciones del mundo, o en el interior de una de ellas, en zonas en las que el conflicto armado continúa siendo una herramienta aceptable.

En un ejercicio de cinismo, podría decirse que tal posibilidad no cambia nada, pues no nos incumbe. Sin embargo, en el actual mundo interconectado, siempre existirá la posibilidad de que nos veamos forzados a una intervención por razones éticas, o de que nuestros intereses de seguridad se vean afectados por lo que suceda en países o regiones a priori distantes geográfica y geopolíticamente de nosotros, y de que, probablemente de la mano de nuestros aliados, nos veamos envueltos en alguna guerra clásica.

Aunque sigue vigente, el compromiso del poder militar estadounidense con la seguridad Occidental se encuentra sometido a fuertes tensiones derivadas del hecho de que Norteamérica es cada vez más renuente a asumir por sí sola esta función, y exige a sus socios que hagan un mayor esfuerzo en beneficio de su propia seguridad. No estamos sugiriendo aquí que el vínculo transatlántico vaya a romperse de forma inmediata. Parece sensato, no obstante, pensar que su mantenimiento tiene un coste para nosotros que nos puede arrastrar a algún conflicto armado. Cabe preguntarse, además, qué podría pasar si algún día faltara el compromiso norteamericano con nuestra seguridad y hubiéramos transformado nuestras Fuerzas Armadas para orientarnos exclusivamente a las “nuevas amenazas,” prescindiendo de una capacidad convencional que, sin duda, disminuiría el coste en que alguien tendría que incurrir si decidiera atacarnos con ese tipo de medios.

Una última consideración tiene que ver con lo que parece ser el imparable ascenso de China al rol de actor principal en el Sistema Internacional, y con la presencia de una Rusia cada vez más asertiva, y que demanda volver a ser considerada como una gran potencia global. Ambas naciones, especialmente la primera, se encuentran en un claro proceso de rearme y modernización de sus capacidades militares, convencionales y nucleares que no augura, precisamente, el fin de la guerra convencional entre estados.

A esto hay que añadir los efectos de la pandemia, todavía difíciles de vislumbrar, pero entre los que asoman algunos aspectos inquietantes que conviene no perder de vista. Uno de ellos es el esfuerzo de China para posicionarse como el auténtico vencedor de la crisis, y como la potencia internacional de referencia en el caso de que se repita una crisis global como la presente. Otro es la posibilidad de que la crisis resulte, al menos temporalmente, en menos cooperación internacional, no en más; que asistamos a una cierta regresión de la globalización; y que veamos erigirse barreras a la circulación de personas y bienes en lo que sería un refuerzo de la lógica realista como elemento regulatorio de las relaciones internacionales.

En estas circunstancias, es difícil predecir la evolución futura de la “trampa de Tucídides” en la que nos encontramos en la actualidad por mor del ascenso de China. Es probable, sin embargo, que traiga consigo mayor inestabilidad, con la posibilidad de que ésta escale hacia algún conflicto de tipo convencional, sea este entre grandes potencias o por medio de proxies. En tales circunstancias, parece aconsejable estar preparados para el caso en el que se materialice la hipótesis más peligrosa de un conflicto armado abierto con China, como mejor forma de evitarlo o, al menos, de hacerle frente para preservar nuestra forma de vida y nuestros valores.

Por último, no puede pasarse por alto la capacidad que muchas de las “nuevas amenazas” –calentamiento global, pandemias, etc– encierran como generadores o, por lo menos, catalizadores, de conflictos que, estos sí, pueden derivar en una guerra que bien podría ser convencional.

De todo lo anterior se concluiría, por tanto, que, si es cierto que la recurrencia de la guerra convencional entre estados es mínima hoy en día, parece aventurado pensar que esta pueda ser arrumbada en algún oscuro ático, como si de una antigua reliquia se tratara. Por remota que parezca la posibilidad, nadie está en condiciones de garantizar que el futuro no traerá una guerra convencional. Descuidar la capacidad de defensa contra la misma no es, por tanto, una opción prudente, máxime si se tiene en cuenta que, de necesitarse, no se puede improvisar.

La aparición de nuevas amenazas como las referidas en este artículo, quizás más acuciantes, y muchas de ellas no militares o, al menos, no netamente militares, es innegable, como también lo es la necesidad que tienen las Fuerzas Armadas de considerarlas y de adaptarse a ellas, no sólo para maximizar la eficacia de su contribución al esfuerzo que la nación haga contra las mismas, sino también por una simple cuestión de autoprotección.

Esa adaptación no pasa, en nuestra opinión, por abandonar las misiones convencionales, auténtica razón de ser de las Fuerzas Armadas, sino por incorporar cuantos elementos nuevos de las mismas sea necesario, y por garantizar el encaje de los Ejércitos en el esfuerzo coordinado de la nación, contribuyendo al mismo con los medios de que disponga, considerando que, en muchos casos, no serán el elemento de primera respuesta, sino uno de apoyo.

Este artículo no argumenta –no es su objetivo– ni a favor ni en contra de la necesidad que pueda tener España de repensar la organización, dimensiones y equipamiento de las Fuerzas Armadas a la vista del nuevo escenario de seguridad. Tampoco entra en la cuestión de si debe hacerlo de manera unilateral, o de acuerdo con sus aliados de la OTAN, o buscando complementariedad y sinergia con sus socios de la Unión Europea. Entendiendo que corresponde a los ciudadanos decidir qué Fuerzas Armadas quieren, para qué las quieren, y qué esfuerzo en recursos están dispuestos a invertir en ellas, lo que este artículo postula es que la seguridad nacional está mejor servida si quienes tienen que decidir, y con ellos las Fuerzas Armadas, continúan considerando la guerra convencional, enriquecida con multitud de nuevas posibilidades, como una de las posibles amenazas a las que puede tener que enfrentarse la nación. Redefiniendo el adagio: Si vis pacem, para bellum etiam magis.[8]


[1] Ley 36/2015, de Seguridad Nacional.

[2] De acuerdo con el Artículo 15. 3 de la Ley Orgánica 5/2005 de la Defensa Nacional, “Las Fuerzas Armadas, junto con las Instituciones del Estado y las Administraciones públicas, deben preservar la seguridad y bienestar de los ciudadanos en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas, conforme a lo establecido en la legislación vigente.” A menudo se habla de estos cometidos como de “apoyo a la sociedad civil.” Este trabajo huye conscientemente de utilizar esa terminología, pues obvia que eso es lo que hacen las Fuerzas Armadas siempre, incluso cuando combaten en un conflicto armado. Más correcto es añadir el calificativo “en caso de catástrofe o emergencia.”

[3] Frank G. Hoffman. Conflict in the 21st Century; The Rise of Hybrid Wars, Arlington, VA: Potomac Institute for Policy Studies, 2007. Sobre el aspecto convencional de la guerra de Israel en Líbano en 2006 ver, por ejemplo, 34 Days. Israel, Hezbollah, and the War in Lebanon, London: Palgrave MacMillan, 2009.

[4] La respuesta de Saddam contuvo un importante elemento irregular pero, por diseño, se basaba en las Divisiones de la Guardia Nacional Republicana, que ofreció una débil resistencia de medios acorazados y mecanizados.

[5] Azar Gat, War in Human Civilization, (Oxford: Oxford University Press, 2006), 536. Este cálculo excluye a las periféricas España e Italia, que sí vivieron períodos de guerra en este lapso.

[6] El Dr. Conrad C. Crane es Director de los Servicios Históricos del U.S. Army Heritage and Education Center en Carlisle, Pennsylvania, y autor principal del celebérrimo de la obra “Field Manual 3-24/Marine Corps Warfighting Publication 3-33.5, Counterinsurgency.

[7] Jahara Matisek y Ian Bertram, “The Death of American Conventional Warfare,” Real Clear Defense, November 6th, 2017. (accedido el 28 de mayo de 2020).

[8] “Si quieres la paz, prepárate aún más para la guerra.”

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