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La pieza del mes de marzo de 2008

A PROPÓSITO DEL CRISTO DE LA AGONÍA DE URBASA, OBRA DE JACOBO BONAVITA

Ricardo Fernández Gracia
Departamento de Arte. Universidad de Navarra

 

En 1952 el Padre Jacinto Clavería publicaba una fotografía y un breve comentario del Cristo de Urbasa, en el que recoge el juicio del Padre Palazuelo sobre el parecido de la talla con la del Cristo de Limpias. También da cuenta de la firma del escultor Jacobus Bonavita que ostentaba la pieza y de la fecha no del todo correcta, ya que transcribe como 1705, en donde dice claramente 1703, tal y como se hace notar en el Catálogo Monumental de Navarra. En fechas recientes ingresó en el Museo de Navarra, abandonando para siempre un lugar para el que fue concebido a comienzos del siglo XVIII.

Estos párrafos quieren ser, ante todo, una reflexión sobre la obra de arte como un bien cultural condensador de historia, estética, uso y función e imagen propiamente dicha. El dato de ejecución es una nota más para interpretar la pieza y una correcta lectura y valoración necesita otras noticias acerca de su promotor y de su devenir histórico.

Nueva imagen de los Ramírez de Baquedano, marqueses de Andía
Si queremos acercarnos a la verdadera significación de esta soberbia escultura napolitana, ubicada durante tres siglos, en el corazón de uno de los parajes más hermosos de Navarra, desde aquel lejano 1703, en que fue ejecutada, hemos de identificar no sólo a su lejano autor, sino a quien la hizo posible y para qué la mandó tallar.

Los datos históricos hablan por sí solos de un linaje, el de los Ramírez de Baquedano, originario de las Améscoas. Más concretamente, nos lleva a don Diego Ramírez de Baquedano (1617-1695), natural de San Martín de Améscoa, que realizó una carrera ascendente a lo largo de sus setenta y ocho años, que culminaría con la concesión de un título nobiliario, el de San Martín de Amescoa, que sería sustituido en el mismo año de su muerte, por el marquesado de Andía, ante las protestas de los habitantes de aquellas tierras.

Su hijo don Juan Ramírez de Baquedano, en quien recayó el marquesado en 1700, se hizo cargo de dar la imagen social que correspondía al título nobiliario y mandó construir el palacio y la basílica en honor del Santo Cristo, en una operación de mostrar a todos aquellos pueblos, de manera harto visible, el lugar que había obtenido su linaje y daba nombre al título nobiliario.

Don Juan Ramírez de Baquedano fue colegial de Santa Cruz de Valladolid, en cuya universidad se graduó en leyes y derecho canónico. En 1681 tomó posesión de Alcalde de Corte en Pamplona, en 1686 ascendió a Oidor del Real Consejo de Navarra, en 1687 obtuvo la plaza de Alcalde de Casa y Corte de Madrid y en 1695 vistió el hábito de la Orden de Calatrava. Finalmente, en 1700, al mismo tiempo que recaía sobre su persona el título nobiliario de su padre, ingresó en el Consejo de Castilla, organismo que presidió, interinamente, entre octubre de 1715 y febrero de 1716.

Don Juan, desde la capital de España, se preocupó de levantar un palacio que pregonase visualmente de su nuevo status. Para ello envió planos que pusieron en ejecución, en torno a 1705, canteros de Estella, Salvatierra y la Trasmiera. Un gran palacio torreado que recordaba la típica disposición de los palacios de armería con asiento en las Cortes de Navarra, a las que asistió entre 1684 y 1724.
 

Jacobo Bonavita, “Cristo de la Agonía”, 1703.

Jacobo Bonavita, “Cristo de la Agonía”, 1703.
 

Una singular escultura napolitana para un nuevo patronato eclesiástico
La nueva situación social se acompañó de la obtención del patronato sobre la capellanía real erigida por orden de Felipe II, en aquellos montes reales, en 1594, para el servicio espiritual de los pastores, para lo cual el marqués hizo construir en una de las alas del nuevo palacio una capilla conocida como basílica del Cristo de la Agonía, a la que dotó espléndidamente no sólo con la imagen napolitana, sino con un conjunto de retablos y esculturas. En 1705 fue ratificada la concesión del patronato de la capellanía a favor del marqués. Del retablo mayor se encargó, en aquel mismo año de 1705, una cuadrilla de maestros de procedencia cántabra: Juan Alonso de la Riba, Antonio del Camino, Jacinto Ruiz y Juan Antonio Calderón. Todos ellos se comprometieron a labrarlo con columnas salomónicas “acogolladas”, en referencia al adorno de los citados soportes.

Para presidir aquel conjunto el marqués ya había tomado providencias, encargando una delicada escultura en la capital del virreinato de Nápoles, de donde habían llegado a diferentes puntos de España y también a Navarra, notables ejemplos que daban constancia per se de un particular modo de entender la plástica en madera policromada. Virreyes como los condes de Peñaranda o Monterrey, cardenales, obispos y otros cargos de la administración habían remitido destacadas esculturas a numerosos puntos de la península.

La persona que, sin duda, recibió el encargo de gestionar personalmente la adquisición del Crucificado debió ser el mismísimo virrey de Nápoles, don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona, que estuvo en aquel puesto entre 1702 y 1707. El marqués de Andía conocía perfectamente al duque que había sido anteriormente virrey de Navarra, entre 1691 y 1692. El duque había nacido accidentalmente en Marcilla en 1650, y ha pasado a la historia como fundador de la Academia Española y una de las inteligencias mas preclaras de su época, que conocía el francés, el italiano, el alemán, el latín, el griego y un poco de turco y mantenía correspondencia epistolar con varios sabios europeos.
 

Jacobo Bonavita, “Cristo de la Agonía (detalle)”, 1703.

Jacobo Bonavita, “Cristo de la Agonía (detalle)”, 1703.

 

Con semejante mediador, no se podía esperar sino una pieza de exquisita factura, acorde con los gustos de una persona cultivada. El escultor encargado de su factura fue uno de los mejores del virreinato, Giacomo Bonavita, del que da cuenta Bernardo de Dominici en su obra Vite de'pittori, scultori ed architetti napoletani publicada entre 1752 y 1753, en la que afirma que trabajó para distintos puntos del virreinato y para muchos particulares con preciosismo y virtuosismo. Este maestro pudo ser hijo de un Jacopo Bonacita, activo a mediados de siglo y fallecido en 1656 y hermano o pariente de Giovanni Bonacita, autor de una imagen de Santa Catalina en 1727.

El Crucifijo, como obra barroca, es fiel reflejo de una instantánea, concretamente la de una de las últimas palabras de Cristo en la cruz, en unos momentos previos a la exhalación final. Es muy posible que se inspire en el texto que narran los evangelistas que dice: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc. 15, 34 y Mt. 27,46). Así parece indicarlo la expresión de su rostro anhelante y elevado hacia lo alto. Al respecto, hay que recordar la propia advocación del Crucificado, conocido como “de la Agonía” que se aviene perfectamente con ese momento de su martirio.

Iconográficamente hay que añadir que Bonavita, por propio deseo o por el del comitente, representa a Cristo con cuatro clavos, en sintonía con los escritos de Francisco Pacheco en su Arte de la Pintura y las visiones de Santa Brígida. 

La escultura de madera policromada, muestra la pericia de su autor, que se traduce en la belleza y finura del modelado de su anatomía, rostro y pliegues del paño. El cuerpo de tamaño natural, revela un clasicismo, sin estridencias de ninguna clase, que contrasta con el barroquismo del paño de pureza, muy volado y atado con una cuerda para dejar al desnudo parte de su cadera y pierna, utilizando un recurso muy usado por otros maestros del siglo XVII. La corona de espinas es un elemento postizo para enfatizar más en un realismo buscado, con el que cooperan asimismo los ojos de vidrio, los dientes posiblemente de pasta y el cabello y barba de aspecto naturalista. Una encarnación mate con ricos matices revaloriza la pieza. El conjunto posee esa elegancia y ligereza de las obras importadas de Nápoles, siempre demandadas desde España y anotadas cuidadosamente en inventarios con su procedencia, como evidente signo de prestigio.

La pieza está firmada y fechada, algo no muy usual en esculturas de este tipo en aquellos momentos. El hecho habla de la conciencia del artista y la autoafirmación en la profesión que practicaba, en este caso la escultura. Su presencia la hemos de poner en relación con la idea de que la obra maestra es el resultado de la concepción singular de un individuo, con capacidad creativa. En sintonía con lo que ya venían haciendo los pintores desde un siglo atrás, algunos escultores vieron, en el Siglo de las Luces, el momento para confirmar su identidad artística, firmando sus obras, como auténticos creadores que practicaban una actividad de carácter liberal.

En clave de oración y culto
Tal y como hemos señalado, el santuario anejo al palacio se construyó para dejar bien claro que el patronato de la capellanía real para servicio de los pastores, había pasado a manos del marqués. En ese hecho y en la nueva imagen del linaje con su nuevo palacio, radica el encargo y la llegada de la imagen a Urbasa. No restaba sino que el marqués don Juan Ramírez de Baquedano potenciase su culto, de una manera muy especial.

En tal sentido hemos de entender la publicación de unos sermones cuaresmales dedicados a la imagen, escritos por el célebre fray Jacinto Aranaz y publicados en la capital Navarra en 1713. El primer tomo contiene dieciocho panegíricos, y lleva por título: “Quaresma / continua / Primera Parte / De Sermones/ En las Ferias Mayores. / Dedicada / A Christo Redemptor, Pendiente De La Santísima Cruz, / Venerado Y Adorado En La Milagrosa / Imagen De La Agonía / De la Basílica de Urbasa, En El / Reyno de Navarra / Fabrica Y Hechura De La Devocion Del Il. Señor. Don Juan Remirez de Vaquedano, Marques de / Andia, Cavallero del Orden de Calatraba y del / Consejo de Su Majestad en el Real de / Castilla”. La publicación integra 32 exámetros en factura latina que rebosan devoción al Santo Cristo, describiendo la imagen, que se titulan “Pii affectus in crucifixum de Urbasa” y comienzan así: “Sacratum, ut vidit, salutis Marchio lignum …. (Cómo vió el Marqués el sagrado madero de la salud lo subió al monte y lo colocó en un lugar excelso de la noble Urbasa enriqueciéndolo de joyas y oro…). En la visión del afamado y popular carmelita Jacinto Aranaz (Sangüesa, 1650 - Zaragoza, 1724), la sierra se había convertido en un verdadero sacromonte, utilizando un recurso muy de aquellos tiempos, cuando el predicador típicamente retórico que fue considerado por sus contemporáneos como orador sabio y limado.

En el Diccionario de la Real Academia de la Historia de 1802, leemos en referencia a Urbasa: “en su cima hay un palacio del marqués de Andía, que mantiene capilla de la advocación del santo Cristo de las Agonías, que es de mucha devoción en los contornos. Hay un capellán de cuenta del marqués”. La advocación de la imagen pasó, por tanto, a titularse “de las Agonías” en lugar del primitivo título “de la Agonía” y su culto se fue incrementando.
Por lo demás, cuantos visitantes y devotos se han acercado a lo largo de tres siglos al santuario han tenido oportunidad de contemplar la imagen y orar ante una escultura que fue concebida para excitar el sentimiento de compasión, haciendo al contemplador copartícipe del sufrimiento allí representado. Los oradores, escritores y músicos de los siglos pasados se colocaban con su palabra -escrita, cantada o hablada- entre los fieles y la imagen. En sus sermones trataban de enseñar, deleitar y mover conductas, en aras a marcar comportamientos, no sólo deleitando y enseñando, sino moviendo los afectos de los corazones devotos para provocar compasión, amor, temor, esperanza, dolor de los pecados, admiración de las obras divinas o menosprecio del mundo.
 

BIBLIOGRAFÍA
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