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Las grandes restauraciones en Navarra (8). La intervención en la catedral de Pamplona en la posguerra, vista desde el siglo XXI

04/04/2022

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Diario de Navarra, en colaboración con la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro de la Universidad de Navarra, aborda, mensualmente, de la mano de especialistas de diversas universidades e instituciones, aspectos relativos a las restauraciones e intervenciones en grandes conjuntos de nuestro patrimonio cultural.

La actual configuración del espacio interior de la catedral es consecuencia, en gran parte, de la intervención llevada a cabo en la postguerra, entre los años 1940 y 1946, cuando se optó por la retirada del coro de la nave central y del retablo de su presbiterio, propiciando un falso histórico con la colocación de la sillería en la cabecera y la ubicación del presbiterio en pleno crucero de la nave gótica.

Un viejo proyecto

Entre las causas que llevaron a aquella intervención, que hoy juzgamos más que discutible, se encuentran unas lejanas en el tiempo y otras más próximas. Entre las primeras destacan algunas actuaciones del obispo Juan Lorenzo Irigoyen y Dutari (1768-1778), como su deseo de ampliar la capilla mayor o su negativa a dar la bendición desde su silla en el coro. Al poco de su fallecimiento, se impuso la estética del Academicismo con la construcción de la fachada, obra de Ventura Rodríguez y de Santos Ángel de Ochandátegui. Al finalizar aquel frontis, este último maestro planteó al cabildo, en 1800, la supresión del coro y otras reformas de menor calado que, de momento, quedaron en el archivo, pero en ningún caso olvidadas. Todo lo que propuso armonizaba de pleno con lo expuesto en las Reflexiones sobre la arquitectura, ornato y música en el templo (Madrid, 1785), obra de Gaspar de Molina y Saldívar, marqués de Ureña, arquitecto, ingeniero, pintor, poeta y viajero gaditano de la Ilustración.

Las causas próximas de la intervención se han de filiar con el movimiento litúrgico de las décadas centrales del siglo XX y con las tendencias de “restauración en estilo”, que se impusieron tras la guerra civil. Del proyecto encargado por el obispo Tomás Muñiz Pablos (1928-1935) al arquitecto Francisco Iñiguez, nada sabemos. 

Acabada la guerra civil, otros planes rubricados por el beneficiado catedralicio don Onofre Larumbe, secundados por otros asesores, sí que influyeron en el obispo Marcelino Olaechea, quien tomó el asunto como primordial y propio. De hecho, el cabildo delegó todo en el obispo y su secretario don Santos Beguiristáin. 

Respecto a los aires de renovación litúrgica, hemos de recordar el libro de Manuel González García, Arte y Liturgia, que conoció varias ediciones, desde 1932, e influyó mucho en ambientes eclesiásticos. Sus ideas constituyen un exponente del discurso artístico-litúrgico de la España del primer tercio del siglo XX. Las frases que se dedican a los coros de nuestras catedrales, así como a los retablos mayores son harto elocuentes, especialmente en un capítulo que titula “Del engreimiento del Arte sobre el Altar”. Muchos de los párrafos de esa publicación parecen influir directamente sobre las actuaciones en la catedral pamplonesa. Por ejemplo, escribe: “Desgraciadamente en nuestra España, tanto en sus magníficas y espirituales catedrales góticas, como en sus abadías, apenas quedó rastro del Altar litúrgico primitivo. Parece que eso que ahora ha dado en llamarse ola de locura invadió los recintos sagrados, achicando, despojando y arrinconando el Altar e inutilizando las iglesias, que precisamente se hicieron grandes para que en ellas se reuniera y cupiera todo el pueblo fiel ante el Altar central o mayor, con descomunales estorbos de los coros en mitad de ellas”. No haremos comentarios al respecto. El lector interesado puede acudir a la espléndida monografía de Pedro Navascués sobre los coros españoles.

A lo expuesto por González García, hay que sumar las propuestas del mencionado Onofre Larumbe, responsable de la discutidísima intervención en Roncesvalles y del benedictino de Montserrat Andreu Ripoll, que mantuvo correspondencia con el obispo Olaechea. Este monje, que se había formado en Alemania, se especializó en liturgia y fue el gestor de la remodelación de la mencionada abadía catalana. Onofre Larumbe pedía en su informe de 1939 la retirada del coro y del retablo mayor. Este último sería sustituido por el retablo tardogótico de los Caparroso, so pretexto de la armonización con el conjunto.

En cuanto a las tendencias de intervención en los edificios en aquellos años, hay que hacer notar la división de los arquitectos en dos grandes corrientes. La primera “restauradora”, mayoritaria y en seguimiento de lo ejecutado por Vicente Lampérez, era partidaria de las “restauraciones en estilo”. La segunda, más en sintonía con las nuevas tendencias europeas, era la denominada “conservadora” encabezada por Leopoldo Torres Balbás. Tras la Guerra Civil, ganaron posiciones los primeros.

Tensiones con los técnicos

A comienzos de 1940, el cabildo delegó en “el acertado criterio del obispo” todo lo relativo a la intervención en la catedral, reafirmándose el 5 de abril, en un acta que don Santos Beguiristáin llevó al prelado. Se trataba de desmontar el retablo mayor y quitar la sillería del coro. Los rotativos regionales se hicieron eco del plan con entusiasmo. Sin embargo, las autoridades estatales competentes del Servicio de Defensa del Patrimonio, Manuel Chamoso Lamas, comisario de la tercera zona y Francisco Íñiguez, comisario general del citado servicio, evaluaron muy negativamente el plan. Chamoso calificó de “error de origen”, la actuación y protestó con fuerza por la supresión del retablo mayor, abogando por “prudentes direcciones”. Asimismo, advirtió seriamente sobre la conservación de la sillería íntegra y sin fragmentarla entre el presbiterio y la Barbazana, tal y como se proyectaba. Respecto a las rejas, era de la opinión de que se debían conservar.

Entretanto, Francisco Íñiguez, conoció el parecer de Chamoso, mostrándose en total acuerdo, a la vez que expresó su queja por la falta de dirección, el desbarajuste “de cincuenta opiniones y pareceres” y la mala impresión y ejemplo que se estaba dando en Navarra y fuera de ella. En su carta al obispo Olaechea, finalizó duramente con este párrafo, en el que insinuaba su dimisión: “Nuestro organismo es necesario, pero si ustedes no quieren o estiman que no deben reconocerle autoridad, es inútil. Así lo he comunicado al Director General de Bellas Artes, pidiéndole que, si no se arregla en plazo breve, me releve de una responsabilidad que no puedo aceptar porque es imposible de cumplir”.

El obispo se defendió, aconsejado por el mencionado padre Ripoll. Respecto a la sillería cedió para su íntegra conservación y la llevarían a la capilla de San Francisco Javier (refectorio) o a la Barbazana. Asimismo, se mostró partidario de eliminar la reja “pues su permanencia se opone al esplendor y belleza de la liturgia, haría muy mal efecto dividiendo el coro del presbiterio y perdería muy poco su mérito por el traslado, más aún, ganaría en relieve, proporción y simetría, pues haría pendant con la otra reja”. Termina con la reflexión de que deseaba “un templo vivo y con culto esplendoroso, un templo artístico en todo lo posible y un templo práctico y acomodado a los fines”. El coro, a su juicio, quitaba esplendor, perspectiva y comodidad y señalaba que su supresión había sido anhelo de varias generaciones.

En otra carta dirigida a Íñiguez, el 22 de junio de 1940, le argumentaba sobre la propiedad de las obras de la Iglesia, “sociedad perfecta y soberana en la disposición y cuidado de sus bienes”, frases que hoy suenan cuando menos altisonantes. También, le pedía que no dimitiese por haber quitado el retablo mayor, ya que “nadie se lo va a echar en cara como una falta de celo. Usted ha hecho cuanto ha podido para manifestar su pena y su protesta. Ningún sustituto de usted nos puede ser más grato, ni fácilmente a la Iglesia más útil. Siga adelante que muchas cosas buenas tenemos que hacer juntos en Navarra, aunque no hayamos llegado a un acuerdo en la cuestión de nuestro retablo, cuya remoción siguen alabando todos”.

La mediación del marqués de Lozoya, la propuesta para que Yárnoz se hiciese cargo de las obras, a una con el traspaso de competencias de la Dirección General a la recién creada Institución Príncipe de Viana, hicieron posible el fin de las obras, con cierto sosiego. Los canónigos y el obispo aceptaron la colocación del segundo orden de la sillería coral en el presbiterio, así como la conservación de las rejas.

Las obras se fueron concluyendo sin un proyecto general, más bien con  criterios cambiantes, eso sí, supuestamente en aras a ensalzar la parte medieval del templo, aunque fuese a costa de todo su exorno y dejando el interior de la catedral cual iglesia devastada o por donde parecían haber pasado las tropas revolucionarias en la Francia de fines del siglo XVIII.

Epílogo

Con los criterios actuales de intervención, no se puede sino lamentar la supresión del espacio del crucero, así como la eliminación de elementos tan propios de las catedrales hispanas, como el retablo mayor -pieza visual, ritual y espiritual- y el coro, que formaba parte del espacio del propio templo medieval. 

Desde los presupuestos de las distintas sensibilidades de actuación y restauración de conjuntos catedralicios, lo ocurrido en la seo pamplonesa no se hizo con el rigor que exigía el monumento, en su doble vertiente de obra histórica y artística. Desde el punto de vista histórico, porque no respetaron todas las transformaciones de tantos siglos, perdiendo la autenticidad e identidad del documento histórico -unicum- del monumento. Desde el punto de vista artístico, porque el resultado no coincidió, ni mucho menos, con los planes originales de la catedral gótica. A todo ello, hemos de agregar la falta de un plan claro de intervención, algo que ya constató Francisco Íñiguez, al comprobar cómo se desmontaban retablos, rejas, sillería, sin orden ni concierto y se improvisaba absolutamente todo, sin una única dirección coherente y guiada por criterios técnicos y profesionales. 

Algunos hechos derivados de aquella intervención, respecto al patrimonio mueble, no son precisamente de feliz recuerdo para el patrimonio cultural de Navarra. Recordemos, entre otros, la sillería desmembrada; el trascoro que acabaría incluso fuera del conjunto catedralicio; el retablo mayor -trasladado finalmente a la parroquia de San Miguel- sin uno de sus elementos fundamentales, como es el pedestal de jaspe con las inscripciones dispuestas por su mecenas; el suntuoso armario de plata desaparecido de la Virgen del Sagrario de 1737 que poseía hermosos relieves enviados desde el Perú y cristales traídos de Holanda, o el retablo mayor de la Barbazana, obra singular del primer Barroco en Navarra de Mateo de Zabalía (1642), trasladado a Santa Isabel de Madrid.