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A los vecinos continentales de EE.UU. les cuesta interpretar el primer año de la nueva Administración

Donald Trump llega a su primer aniversario como presidente habiendo provocado algunos recientes incendios en Latinoamérica. Su maleducada desconsideración hacia El Salvador y Haití, por el volumen de refugiados acogidos en Estados Unidos, y su trato destemplado a Colombia por el aumento de producción de cocaína empeoran unas relaciones que, si bien ya nacieron complicadas en el caso de México, a lo largo del año han tenido algunos buenos momentos, como la cena de presidentes que Trump convocó en septiembre en Nueva York en la que se trazó un acción unitaria sobre Venezuela.

▲Trump, al cumplir cien días de presidente [Casa Blanca]

ARTÍCULOGarhem O. Padilla [Versión en inglés]

Cuando se cumple un año de la llegada del 45º presidente de los Estados Unidos de América, Donald John Trump, a la Casa Blanca –la ceremonia de inauguración fue un 20 de enero–, la controversia domina el balance de la nueva Administración, tanto en su actuación doméstica como internacional. Los vecinos continentales de EE.UU., en concreto, muestran desconcierto sobre las políticas de Trump hacia el hemisferio. Por un lado, lamentan el desinterés estadounidense por compromisos de desarrollo económico e integración multilateral; por otro, constatan cierta actividad en relación a algunos problemas regionales, como el venezolano. El balance de momento es mixto, aunque hay unanimidad en que el lenguaje y muchas de las formas de Trump más bien amenazan las relaciones.

Del TPP al TLCAN

En el campo económico, la era Trump arrancó con la retirada definitiva de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), el 23 de enero de 2017. Eso imposibilitó la entrada en vigencia de este al ser Estados Unidos el mercado por el que sobre todo surgió dicho acuerdo, lo que ha afectado a las perspectivas de los países latinoamericanos que participaban en la iniciativa.

Enseguida se abrió la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), exigida por Trump. Las dudas sobre el futuro del TLCAN, firmado en 1994 y que Trump ha calificado de "desastre", han sobresalido en lo que va de Administración. Algunas de sus exigencias, a las que México y Canadá se oponen, son la de incrementar la cuota de productos fabricados en Estados Unidos y la cláusula "sunset", que obligaría a revisar el tratado de manera metódica cada cinco años y haría que quedara suspendido si alguno de sus tres miembros no estuviera de acuerdo. Todo ello, surge a partir de la idea del presidente estadounidense de suspender el tratado si no es favorable para su país. 

Cuba y Venezuela

Si las rencillas con México aún no han llegado a un desenlace, en el caso de Cuba Trump ya ha tomado represalias contra el régimen castrista, con la expulsión en octubre de 15 diplomáticos cubanos de la embajada de Cuba en Washington como respuesta ante “los ataques sónicos” que afectaron a 24 diplomáticos estadounidenses en la isla. La Casa Blanca, además, ha revocado algunas medidas conciliadoras de la Administración Obama, al comprobar que el castrismo no está respondiendo con concesiones aperturistas.

Por lo que afecta a Venezuela, Trump ha realizado esfuerzos contundentes en cuanto a introducción de medidas y sanciones contra funcionarios corruptos, además de abordar la situación política con otros países, para que estos apoyen esos esfuerzos dirigidos a erradicar la crisis venezolana, generando así multilateralidad entre países americanos. No obstante, esa política cuenta con detractores, que estiman que las sanciones no están destinadas a lograr un objetivo a largo plazo, además de que no está claro de qué manera impulsarían a la estabilidad venezolana.

Aunque en esas actuaciones sobre Cuba y Venezuela Trump ha hecho alusión a los principios democráticos conculcados por los gobernantes de La Habana y de Caracas, su Administración no ha insistido especialmente en el compromiso con los derechos humanos, la democracia y los valores morales, como venía siendo habitual en la argumentación de la política exterior norteamericana. Algunas críticas apuntan a que la Administración de Trump está dispuesta a promover los derechos humanos solo cuando se ajusten a sus objetivos políticos.  

Esto podría explicar el empeoramiento de la opinión que existe en Latinoamérica sobre Estados Unidos y sobre las relaciones con ese país. De acuerdo con la encuesta Latinobarómetro 2017, la opinión favorable ha caído al 67%, siete puntos por debajo de la que había al final de la Administración Obama, que era del 74%. Dicha encuesta muestra una diferencia relevante para México, uno de los países que, sin duda alguna, tiene los peores niveles de opinión favorable hacia la Administración de Trump: en 2017 ha sido de 48%, lo que supone una caída de 29 puntos en comparación con 2016, en el que era de 77%.

 

 

Inmigración, repliegue, declive

Las restrictivas políticas de inmigración aplicadas también explicarían ese rechazado hacia la Administración Trump por parte de la opinión pública latinoamericana. En el apartado inmigratorio lo más reciente es la decisión de no renovar la autorización de estancia en Estados Unidos de miles de salvadoreños y haitianos, que en su día llegaron huyendo de calamidades en sus países.

También hay que hacer alusión a los esfuerzos de Trump para lograr uno de sus objetivos principales desde los inicios de su campaña política: construir un muro fronterizo con México. El presidente estadounidense no ha tenido de momento mucho éxito en este objetivo, ya que a pesar de que haber buscado formas de financiarlo, lo que ha logrado introducir en los presupuestos es muy poco significativo en relación con los costes estimados. Por otro lado, su decisión

El proteccionismo de Trump conlleva un repliegue que puede estar acentuando el declive del protagonismo estadounidense como líder en Latinoamérica, especialmente frente a otras potencias. China lleva tiempo incrementado su actuación tanto económica como política en países como Argentina, Brasil, Chile, Perú y Venezuela. Rusia, por su parte, ha estrechado sus relaciones diplomáticas y de seguridad con Cuba. Podría decirse que, aprovechando los conflictos entre la isla y Estados Unidos, Moscú ha pretendido mantenerla en su órbita mediante una serie de inversiones.

Amenazas a la seguridad

Esto nos lleva a mencionar la nueva Estrategia Nacional de Seguridad de Estados Unidos, anunciada en diciembre. El documento, presentado por Trump, aborda la rivalidad con China y con Rusia, y se refiere también al reto que suponen los regímenes de Cuba y de Venezuela, por las supuestas amenazas a la seguridad que representan y el apoyo de Rusia que reciben. Trump manifestó el gran el deseo de ver a Cuba y Venezuela unirse a la «libertad y prosperidad compartidas» y llamó a «aislar a los gobiernos que rehúsan actuar como socios responsables en avanzar la paz y prosperidad hemisférica».

De igual manera, la nueva Estrategia de Seguridad estadounidense hace alusión a otros desafíos existentes en la región, como son las organizaciones criminales transnacionales, las cuales impiden la estabilidad de países centroamericanos, especialmente Honduras, Guatemala y El Salvador. Con todo, el documento solo dedica una página a Latinoamérica, en la línea de la tradicional mayor atención de Washington hacia las áreas del mundo que afectan más a sus intereses y seguridad.

Una oportunidad para el acercamiento de Estados Unidos a los países latinoamericanos será la Cumbre de las Américas, que se celebrará el próximo mes de marzo en Lima. Sin embargo, nada es predecible dada la actitud tan característica del mandatario, la cual deja un gran espacio abierto para posibles sorpresas.

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[Graham Allison, Destined for War. Can America and China Escape Thucydides's Trap? Houghton Mifflin Harcourt. Boston, 2017. 364 páginas]

 

RESEÑA / Emili J. Blasco [Versión en inglés]

Es lo que se ha llamado la trampa de Tucídides: el dilema al que se enfrentan una potencia hegemónica y otra en alza que amenaza esa hegemonía. ¿Es inevitable la guerra? Cuando Tucídides narró la guerra del Peloponeso, escribió sobre la inevitabilidad para la dominante Esparta y la emergente Atenas de pensar en la confrontación armada como medio para dirimir el conflicto.

El que esas dos polis griegas necesariamente pensaran en la guerra, y finalmente llegaran a ella, no quiere decir que no tuvieran otras opciones. La historia ha demostrado que las hay: cuando la Alemania guillermina amenazó con superar la fuerza naval de Gran Bretaña, el intento de sorpasso (acompañado de varias circunstancias) desembocó en la Primera Guerra Mundial, pero cuando Portugal se vio sobrepasada por España en posesiones ultramarinas en el siglo XVI, o cuando Estados Unidos sustituyó a Gran Bretaña como principal potencia mundial a finales del siglo XIX el traspaso fue pacífico.

La llamada a Washington y Pekín a hacer todo lo posible para no caer en la trampa descrita por el historiador griego la realiza Graham Allison en Destined for War. Can America and China Escape Thucydides's Trap? El decano fundador de la Kennedy School of Government de Harvard repasa en su libro diversos precedentes históricos. Sobre ellos ha investigado el Belfer Center for Science and International Affairs de esa misma Universidad, del que Allison es director, en un programa bautizado precisamente como Thucydides's Trap.

Este concepto es definido por Allison como “el fuerte estrés estructural causado cuando una potencia emergente amenaza con desbancar a una potencia reinante. En tal situación, no solo acontecimientos extraordinarios o inesperados, sino incluso focos ordinarios de tensión en asuntos internacionales pueden desencadenar conflictos a gran escala”.

Ese estrés estructural se produce por el choque de dos profundas sensibilidades: el síndrome de la potencia emergente (“la reforzada sensación que un estado emergente tiene de sí mismo, sus intereses y su derecho a reconocimiento y respeto”), y su imagen inversa, el síndrome de la potencia reinante (“la potencia establecida exhibe una crecida sensación de miedo e inseguridad a medida que enfrenta indicios de declive”).

Junto a los síndromes ambas potencias rivales experimentan también un dilema de seguridad: “una potencia en alza pude no tener en cuenta el miedo y la inseguridad de un estado dirigente porque sabe que ella misma es bienintencionada. Mientras tanto, su oponente malinterpreta incluso iniciativas positivas, tomándolas como excesivamente exigentes o incluso amenazantes”.

El uso de la fuerza militar

Allison parte del hecho de que China ya se está poniendo a la par de Estados Unidos como potencia. Lo ha hecho en cuanto al volumen de su economía (China ya ha sobrepasado a EE.UU. en Paridad del Poder Adquisitivo) y en relación a algunos aspectos de la fuerza militar (un informe de Rand Corporation predecía que en 2017 China tendría “ventaja” o “paridad aproximada” en 6 de las 9 áreas de capacidad convencional. La asunción del autor es que China estará en breve en condiciones de arrebatar a Estados Unidos el cetro de mayor superpotencia. Llegados ante esta situación, ¿cómo van a reaccionar ambos países?

En el caso de China, su perspectiva milenaria probablemente le llevará a una actitud de paciencia, siempre que haya algún pequeño progreso en su propósito de incrementar su peso específico mundial. Desde 1949 China solo ha recurrido a la fuerza en tres de 33 disputas territoriales. En esos casos, los dirigentes chinos plantearon la guerra –guerras limitadas, concebidas como aviso a sus contrincantes– a pesar de que el enemigo era igual o mayor, urgidos por una situación de domestic unrest.

Para Allison, “mientras los acontecimientos en el Mar del Sur de China generalmente se muevan en favor de China, parece improbable que esta use la fuerza militar. Pero las tendencias en la correlación de fuerza se giraran en su contra, particularmente en un momento de inestabilidad política interna, China iniciaría un conflicto militar limitado, contra un estado incluso mayor y más poderoso como Estados Unidos”.

Por su parte, Estados Unidos puede optar por varias estrategias, según Allison: adaptarse a la nueva realidad, minar el poder chino (guerra comercial, fomentar el separatismo de provincias), negociar un paz duradera y redefinir la relación. El autor no da un consejo firme, pero parece sugerir que Washington debiera moverse entre las dos últimas opciones.

Así, recuerda cómo Gran Bretaña comprendió que no podía rivalizar con Estados Unidos en el Hemisferio Occidental, y cómo a partir de ahí se creó una colaboración entre los dos países, puesta de manifiesto en la Primera y Segunda Guerra Mundial. Ello tendría que pasar por aceptar que el Mar del Sur de China es una área de influencia china. Y eso no por mera condescendencia, sino porque Estados Unidos procede a una clarificación real de sus intereses vitales.

A pesar de su tono positivo, Destined for War es uno de los ensayos del establishment estadounidense donde más abiertamente se anuncia el fin de la era americana y el paso de testigo a China (no parece vislumbrar un mundo multipolar o bipolar, sino más bien de primacía de la potencia asiática). También es uno de los que menos acento pone –menos, desde luego, del que debiera– en las fortalezas que mantiene Estados Unidos y los problemas que pueden minar la coronación de China.

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