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Entradas con Categorías Global Affairs Orden mundial, diplomacia y gobernanza .

Fortificación china en pequeñas islas disputadas [imágenes satelitales del CSIS]

JOURNAL /  Fernando Delage

[Documento de 8 páginas. Descargar en PDF]

INTRODUCCIÓN

La idea del “Indo-Pacífico” ha irrumpido con fuerza en la discusión sobre las relaciones internacionales en Asia. Desde hace algo más de una década, distintos gobiernos han recurrido al término como marco de referencia en el que formulan su política exterior hacia la región. Si el entonces primer ministro japonés Shinzo Abe comenzó a popularizar la expresión en 2007, Australia la asumió formalmente en su Libro Blanco de Defensa de 2013; año en el que también el gobierno indio recurrió al concepto para definir el entorno regional. Como secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton utilizó igualmente el término en 2010, aunque fue a partir de finales de 2017, bajo la administración Trump, cuando se convirtió en la denominación oficial de la región empleada por Washington.

Aunque relacionadas entre sí, “Indo-Pacífico” tiene dos diferentes connotaciones. Representa, por un lado, una reconceptualización geográfica de Asia; un reajuste del mapa del continente como consecuencia de la creciente interacción entre ambos océanos y del ascenso simultáneo de China e India. La idea aparece vinculada, por otra parte, a una estrategia diseñada como respuesta al ascenso de China, cuyo instrumento más visible es el Diálogo Cuadrilateral de Seguridad (QUAD), un grupo informal integrado por Estados Unidos, Japón, India y Australia. Éste es el motivo de que Pekín desconfíe del término y prefiera seguir utilizando “Asia-Pacífico” para describir su vecindad, aunque sus acciones también respondan a esta nueva perspectiva: como ha señalado el analista australiano Rory Medcalf, la Ruta Marítima de la Seda no es sino “el Indo-Pacífico con características chinas”.

El protagonismo de las grandes potencias en el origen y uso de la expresión parece haber relegado el papel de la ASEAN y sus Estados miembros. Pese a su menor peso económico y militar, no carecen sin embargo de relevancia. Además de estar ubicada en la intersección de los dos océanos —el sureste asiático constituye, de hecho, el centro del Indo-Pacífico—, las disputas en torno al mar de China Meridional sitúan a la subregión en medio de la rivalidad entre China y Estados Unidos. Mientras la primera extiende su influencia a través de su diplomacia económica a la vez que inquieta a los Estados vecinos por sus reclamaciones marítimas, la administración Trump optó por oponerse de manera directa a ese mayor poder económico y militar chino. La ASEAN no quiere verse atrapada en la confrontación entre Washington y Pekín, ni tampoco marginada en la reconfiguración en curso de la estructura regional. Sus Estados miembros quieren beneficiarse de las oportunidades para su desarrollo que les proporciona China, pero también quieren contar con un apoyo externo que actúe como contrapeso estratégico de la República Popular. Aunque estas circunstancias explican sus reservas sobre un concepto que pone en riesgo su cohesión e identidad como organización, la ASEAN terminó adoptando en 2019 su propia “Perspectiva sobre el Indo-Pacífico”, un documento oficial que revela sus esfuerzos por mantener su independencia.

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Mapa del área de competencia del Comando para el Indo-Pacífico del Pentágono estadounidense [USINDOPACOM]

JOURNAL /  Juan Luis López Aranguren

[Documento de 6 páginas. Descargar en PDF]

INTRODUCCIÓN

El cambio tectónico internacional que se está produciendo con la cristalización del Indo-Pacífico como uno de los principales ejes globales no es algo que pasase desapercibido a los internacionalistas de los últimos 150 años. Ya a finales del siglo XIX, el historiador y estratega naval Alfred Thayer Mahan predijo que “quien domine el Océano Índico dominará Asia y el destino del mundo se decidirá en sus aguas”. Tiempo después, en 1924, Karl Haushofer predijo la llegada de lo que llamó “la Era del Pacífico”. Posteriormente, Henry Kissinger afirmó que uno de los cambios más drásticos a nivel global que se producirían en este siglo sería el desplazamiento del centro de gravedad de las relaciones internacionales del Atlántico al Índico y Pacífico. Y fue en los ochenta, durante la mítica reunión entre Deng Xiaoping y el primer ministro indio Rajiv Gandhi, cuando se produjo la declaración por parte de Deng indicando que sólo cuando China, India y otras naciones vecinas colaboren se podría hablar de un “siglo de Asia-Pacífico”.

En cualquier caso, la experiencia histórica indica que la unidad y la colaboración entre diferentes estructuras sociales (sean estas naciones, ideologías o civilizaciones) pueden coexistir con relaciones competitivas entre ellas provocando que el escenario donde interactúan y rivalizan se convierta en uno de los ejes geopolíticos del planeta. El Mediterráneo fue el punto de unión, comunicación y comercio de las culturas clásicas a las que regaban sus aguas durante milenios, pero también un espacio de competición diplomática y lucha por recursos, influencia y expansión de colonias, tal y como describió Tucídides en su Guerra del Peloponeso. De la misma forma, desde el siglo XV, el Atlántico también fue el campo de competición estratégica en la proyección progresiva de las ballenas o potencias marítimas europeas hacia América y África occidental, solapándose las dimensiones política, económica, religiosa y cultural. Y el siglo XVIII fue testigo del intenso conflicto desatado en el océano Índico entre Francia, Reino Unido y el Imperio maratha indio por el control de sus aguas y sus costas.

En última instancia, los mares y los océanos son el vector que permite a las potencias terrestres expandirse y proyectar su poder fuerte o blando más allá de las limitaciones de su ámbito territorial. El mar se convierte así en el ámbito donde el árbol de posibilidades de las naciones se maximiza. Ya lo explicó Ian Morris destacando que la razón por la que Europa se había convertido a partir del siglo XV en un poder global, expandiendo su civilización por todo el planeta, era precisamente que Europa era una península de penínsulas, y esto ofrecía un fácil acceso al mar a cualquier idea, producto, fuerza militar y revolución que se quisiera exportar e importar. El mar ha sido, por lo tanto, un acelerador de la evolución social en aquellas civilizaciones que contaban con la ventaja estratégica de un fácil acceso al mismo. Por ello, el planteamiento de la futura evolución de las dinámicas globales desde una perspectiva marítima en lugar de terrestre puede resultar más práctico a la hora de definir los futuros escenarios posibles. Esto nos lleva a la conclusión de que quizá resulta más adecuado hablar de una Era del Indo-Pacífico antes que de un siglo terrestre asiático, ya que estos océanos se asemejan a un lienzo donde los poderes antiguos y nuevos, regionales y globales, colectivistas e individualistas, se disputan la proyección de sus intereses, sus esferas de influencias y sus identidades, hasta lograr un alcance global.

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Xi y Trump durante la única visita del presidente estadounidense a China, en 2017 [Casa Blanca]

JOURNAL /  Florentino Portero

[Documento de 10 páginas. Descargar en PDF]

INTRODUCCIÓN

Occidente admiró a Deng Xiaoping y comprendió que China, el imperio milenario, comenzaba una nueva etapa que habría que seguir con detenimiento, pues fuera cual fuera el camino finalmente elegido la China resultante determinaría la evolución del planeta en su conjunto.

El Imperio del Centro no había sabido o querido entender la dimensión histórica de la I Revolución Industrial y con ello se adentró en un callejón sin más salida que la humillación internacional y el fin de su régimen político. Japón vivió circunstancias semejantes, pero supo reaccionar. Gracias a la Revolución Meiji cambió su estrategia y trató de comprender y adaptarse a las nuevas circunstancias. China acabaría sufriendo la invasión japonesa de Manchuria y la imposición de condiciones humillantes por parte de las potencias occidentales. Finalmente, el Imperio fue derribado, dando paso a una guerra civil que se complicaría con la II Guerra Mundial y el intento japonés de imponerse como potencia de referencia en Extremo Oriente. En aquel complejo proceso de descomposición y reconstrucción de una cultura política profundamente enraizada, China perdió la oportunidad de entender y sumarse a la II Revolución Industrial.

El triunfo del Partido Comunista chino en la guerra civil puso fin al proceso de descomposición y dio paso a un nuevo período de su historia. De nuevo se imponía en Beijing un poder fuerte, en este caso totalitario, que reconstruyó y dotó de gran energía al estado. Los nuevos gobernantes, con Mao Zedong a la cabeza, trataron de imponer una cultura ajena, trasformando muchos de los elementos característicos del antiguo Imperio. Fue aquel un gran intento de ingeniería social, que abocó a una generalizada pérdida de libertad y pobreza, mientras la corrupción empapaba las distintas capas del partido. China había vuelto, estaba dotada de un estado fuerte y de un liderazgo cohesionado y dispuesto a asumir grandes responsabilidades. Sin embargo, la ideología se impuso al realismo y China perdió la III Revolución Industrial, privando a su pueblo de bienestar y a su economía de un modelo de desarrollo viable.

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Mapa de la visión japonesa de Pacífico Libre y Abierto [MoFA]

JOURNAL /  Carmen Tirado Robles

[Documento de 8 páginas. Descargar en PDF]

INTRODUCCIÓN

Se dice que el concepto de Indo-Pacífico libre y abierto (FOIP) se remonta al artículo del oficial naval indio Capitán Gurpreet Khurana, quien escribió por primera vez sobre este concepto geopolítico a principios de 2007, en un documento titulado “Security of Sea Lines: Prospects for India-Japan Cooperation”. En aquel entonces, el Indo-Pacífico libre y abierto era principalmente un concepto geográfico que describía el espacio marítimo que se extendía desde los litorales de África oriental y Asia occidental, a través del Océano Índico y el Océano Pacífico occidental hasta las costas de Asia oriental. En la misma época el primer ministro japonés Shinzo Abe presentaba su plan de política exterior cimentada en valores democráticos a partir de la cual proponía “I will engage in strategic dialogues at the leader’s level with countries that share fundamental values such as Australia and India, with a view to widening the circle of free societies in Asia as well as in the world”, lo que unido a la consolidación de las relaciones con Estados Unidos (“The times demanded that Japan shift to proactive diplomacy based on new thinking. I will demonstrate the ‘Japan-U.S. Alliance for Asia and the World’ even further, and to promote diplomacy that will actively contribute to stalwart solidarity in Asia”), crea el concepto de Cuadrilátero o Quad, en contraposición con una visión sino-céntrica de Asia.

La idea del Quad se une al FOIP cuando Abe, en agosto de 2007, en su discurso ante el Parlamento de India, se basó en la “Confluencia de los océanos Índico y Pacífico” y “el acoplamiento dinámico como mares de libertad y prosperidad” de la región geográfica más grande de Asia y más tarde, ya en su segundo mandato, presentó en la VI Conferencia de Tokio sobre Desarrollo de África, que tuvo lugar en Nairobi (Kenia) el 27 de agosto de 2016 (TICAD VI), el nuevo marco geopolítico del Indo-Pacífico.

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[Alyssa Ayres, Our Time Has Come. How India Is Making Its Place in the World (Oxford University Press: Oxford, 2020) 360 pgs.]

RESEÑA /  Alejandro Puigrefagut 

Una India en ascenso progresivo quiere ocupar un lugar destacado entre las potencias globales. En las últimas décadas, las discusiones sobre el surgimiento global de la India y el lugar que le corresponde en el mundo han ido en aumento, en ocasiones en un contexto de posibles alianzas para hacer frente a un excesivo predominio de China.

Alyssa Ayres, experta sobre India, Pakistán y el Sur de Asia del Council on Foreign Relations de Estados Unidos, refleja bien, a través de su libro Our Time Has Come. How India Is Making Its Place in the World, el papel que desempeña esta democracia a nivel internacional, los obstáculos a los que se sigue enfrentando y las implicaciones de su ascenso para Estados Unidos y otros países de la región del Indo-Pacífico, como Pakistán y China. Es justo decir que la expansión económica de India ha colocado a este país entre las principales potencias emergentes del mundo, pero ahora quiere avanzar y conseguir un lugar entre las potencias globales.

Para la plena comprensión del papel que juega India a nivel global, la autora analiza su realidad política, económica y social interna. India es la mayor democracia del mundo, por lo que abarca una amplia gama de partidos nacionales y regionales que abogan por políticas radicalmente dispares. Esto crea complicaciones a la hora de llegar a acuerdos que beneficien a gran parte de la población. Además, otros factores que complican la relación entre la población son la división social y la religión. Para empezar, la India tiene un grave problema de división social provocada por la distinción entre clases sociales, o castas, las cuales algunas continúan teniendo un peso importante en la toma de decisiones. Igualmente, la cuestión religiosa adquiere un papel destacado debido a la gran cantidad de religiones que conviven en el territorio indio; no obstante, la mayoría hindú y musulmana son las que marcan la agenda política.

Ayres destaca dos características que moldean la posición de la India actual en el mundo: la propia percepción de país en desarrollo y la abstención en los enredos mundiales. Según la autora, a pesar del surgimiento de India como una de las economías más grandes del mundo, continúa teniendo a nivel nacional una percepción de sí misma como un país sentenciado a estar siempre entre las naciones en desarrollo. Eso provoca que las políticas económicas nacionales frenen y obstaculicen las ambiciones internacionales y por ende se encuentren en un conflicto continuo. Por el otro lado, históricamente, India se ha mantenido al margen de los grandes problemas globales y de los distintos bloques internacionales con su política de no alineación.

Our Times Has Come, a pesar de defender el elevado posicionamiento de India en el sistema internacional, subraya también los grandes desafíos a los que se enfrenta este país por no haber abandonado sus antiguas políticas. En primer lugar, la economía sigue siendo ciertamente proteccionista y no existe un consenso claro sobre las nuevas aportaciones que podría traer una economía de mercado más abierta. En segundo lugar, India sigue luchando contra el legado de su política exterior de no alineación y sigue siendo ambivalente sobre cómo debería ejercer su poder en las instituciones multilaterales. Y, en tercer lugar, este país sigue siendo demasiado protector de su autonomía, por lo que busca moldear sus interacciones internacionales en términos indios. De ahí que India tienda a moverse con cautela y deliberación en la esfera internacional.

Por otro lado, el libro hace hincapié en las relaciones entre India y Estados Unidos. La interacción entre ambos países difiere de sus relaciones con otros Estados debido a que Nueva Delhi, aunque busca una relación estratégica y económica más cercana con EEUU, no quiere estar sujeta a las obligaciones inherentes de esta alianza, sino adquirir autoridad sin tener que inclinarse ante Washington.

Ayres enfatiza la necesidad de reformar la gobernanza global para crear un espacio específico para Nueva Delhi. Entre sus recomendaciones se incluye el respaldo a la membresía de India en el Consejo de Seguridad de la ONU y otras instituciones que establezcan la agenda económica y de seguridad globales. Está claro que India, como potencia en ascenso, debería entenderse y apreciarse mejor en sus propios términos. En otras palabras, Nueva Delhi debería adquirir un papel más fundamental en el ámbito internacional y tomar cierto liderazgo para evitar verse presionado por sus competidores directos a nivel regional y global.

Las páginas de Our Times Has Come aportan varios años de conocimiento y estudio de primera mano sobre la política exterior de la India, mostrando sus complejidades y las grandes características que la moldean. La académica Alyssa Ayres, a través de este libro, nos ofrece un análisis imprescindible para entender qué es la India, pero, sobre todo, qué quiere llegar a ser.

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COMMENTARY /  Norman Sempijja

When President Yoweri Museveni came to power in 1986, he oversaw a reset of Ugandan politics for the next 35 years. He outlawed parties and formed a movement system which although has sometimes been described as a one-party state was crucial in bringing all groups on board to chart the way forward for a country that had been ravaged by misrule and conflict for almost 20 years.

Fast forward 2021, we are faced with a slightly different situation but of likely grave consequences. Uganda is in the middle of a stand-off between President Museveni and his challenger Mr Robert Kyagulanyi (also known as Bobi Wine). The issue relates to the outcome of the 2021 presidential election which although was held in a very peaceful manner had gross vote-counting irregularities. The Uganda electoral commission gave Museveni 58.6% and Kyagulanyi 34.8%. On the other hand, the tallying centres set up by Kyagulanyi’s team using the Uvote app where declaration forms were uploaded once counting was done have so far given Kyagulanyi 71% and Museveni around 25% of the vote. Vote counting is still ongoing. With Kyagulanyi unlikely to concede Museveni decided to put him under house arrest to prevent him from leading mass protests. The internet was also switched off for 5 days and at the moment social media can only be accessed through the use of VPN services.

Amid this melee is Covid-19 virus rampaging through the country. The health services are still not fully prepared to deal with a massive outbreak and although the lockdown has been eased, the economic impact will be felt for years. For a country that is largely agro-based and relies heavily on the informal sector, the impact has been dire on the already struggling population. Secondly, a worrying trend has emerged internationally where various variants of the Covid virus have been registered. For example, we have new covid-19 strains in the United Kingdom, South Africa, Brazil and Japan for now. Thus, questions have lingered about the effectiveness of the current vaccines in circulation to combat these new variants. But that is beside the point. Uganda has not secured any of the vaccines yet.

Therefore, Museveni as head of state faces a difficult situation. Does he pour the meagre resources at his disposal to contain Kyagulanyi? Or does he negotiate with him to chart a way forward out of this debilitating situation? Obviously, in trying to answer these questions he will have to weigh the cost-benefits to the solutions and gauge if they fit in his agenda.

So, let us imagine Museveni throws all his resources at containing Kyagulanyi. Well, he will have to curtail social media especially as it was crucial to ending former Egyptian president Hosni Mubarak. It is that powerful. But we should note that the internet is hard to police and is a medium through which a lot of people make a living. Either way patience will run out for the people whose livelihoods will be curtailed in the process. They will have no option but to organise protests. The bad news for Museveni is that according to African Union brief on the Sahel 2020 it is clear that violent clashes and violence against civilians are on the rise during these covid-19 times. If we mirror that with the November riots in Uganda, we are likely to see more protests if the heavy-handed policies of the state are continuously applied.

Museveni will also have to maintain Kyagulanyi under house arrest, but he will further draw the ire of the international community as his current gambit on the elections was a stretch too far. He may have burnt up his remaining currency with several international stakeholders. Apart from Western societies, citizens in different African countries have grown tired of Museveni and are pressuring their countries not to acknowledge his electoral win. This exasperation is among the young people especially in Kenya, Malawi, Nigeria and South Africa to mention but a few.

A combination of continental and international loss of support could set Uganda the same path as Zimbabwe under Mugabe if Museveni resorts to outright violence. We could see sanctions being applied on top of the travel restrictions already imposed on key players within Museveni’s government. The problem for Museveni is Uganda does not possess strong support in East Africa as Mugabe did in Southern Africa. Plus, Museveni’s relationship with President Kagame has been frosty, to say the least. Either way, he will have to deal with mass protests in support of freedom for Kyagulanyi in Uganda. This will call for further investment in the police and army to contain the situation. Let us not forget that with the fluid nature of Covid-19 pandemic, the country could face deep human security issues. Hence containing Kyagulanyi will come at a very political and economic cost both to Museveni and Uganda.

What if Museveni decided to negotiate with Kyagulanyi and form a government of national unity? This wouldn’t be without precedent as Museveni set into place the movement system discussed earlier that brought everyone on board and for 10 years the country benefitted from collective governance (except the north which was experiencing an insurgency). I’m of the persuasion that Uganda is again on similar footing. Institutions have been degraded and cannot perform independently. There is a lot of frustration with the current regime as exemplified by the parliamentary elections where the vice president and 24 ministers lost their seats. By inviting Kyagulanyi onboard Museveni will be pressing the reset button especially as he will inject young people into the system, and they could play a key role in reducing corruption and improving service delivery.

It would cost Museveni some political capital among the entrenched supporters, but it will save his legacy. He will be seen as a father of a nation mentoring young leaders to take over from him. Right now, he is seen as an insensitive, power-hungry despot. But that could change in an instant if he goes for a coalition with Kyagulanyi and other leaders like Mugisha Muntu, Nobert Mao and Patrick Amuriat. The resources that would have been spent on containing them would be allocated to the heavily challenged health care system to combat Covid-19 and other ailments.

Moreover, this will save the National Resistance Movement political party from oblivion once Museveni goes. The reason for this is the party has struggled to attract a strong intellectual and ideological talent within its ranks as it has been accused of nepotism. This would be a good time to reset the party and its structures and prepare for the transition from Museveni. By co-opting the opposition into government this will put them under scrutiny and any blunders they make will further give NRM a softer landing come 2026.

The benefit for Kyagulanyi would be experience in government. Although he was a member of parliament, gaining further experience in public governance would do him a lot of good and also build a strong support base within the country. Since his political party has the largest number of opposition members of parliament this will give him further credibility and foundation to strengthen his National Unity platform party (NUP). The same will apply for the Alliance for National Transformation (ANT) led by Mugisha Muntu. The other parties like Forum for Democratic Change (led by Patrick Amuriat) and Democratic Party (led by Nobert Mao) will get a new lease of life.

Therefore, due to the circumstances afoot, it would be of immense political worth to form a government of national unity under the leadership of President Yoweri Museveni but with considerable influence of the other parties especially the National Unity Platform, Alliance for National Transformation, Democratic Party and Forum for democratic Change. This will pause the political animosity as the country goes into reforms to ensure more transparent electoral and governance processes.

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Imagen satelital de las islas Canarias [NASA]

COMENTARIO /  Natalia Reyna Sarmiento

La pandemia global causada por el Covid-19 ha obligado a aplicar cuarentenas y otras restricciones en todas partes el mundo y eso ha limitado enormemente los movimientos de personas de unos países a otros. No obstante, el fenómeno migratorio ha seguido su curso, también en el caso de Europa, donde el cierre de fronteras durante parte de 2020 no ha impedido la inmigración ilegal, como la procedente del África subsahariana. De hecho, la miseria sanitaria de los países pobres ha añadido en este tiempo de pandemia otro motivo de fuga desde los países de origen.

El incremento de las migraciones en las últimas décadas ha sido consecuencia de diversos desafíos humanitarios. La falta de seguridad, el temor a la persecución, la violencia, los conflictos y la pobreza, entre otros motivos, generan una situación de vulnerabilidad que empuja en muchos casos a quienes sufren esas circunstancias a salir de su país en busca de mejores condiciones. La emergencia del Covid-19 ha sido otro elemento de vulnerabilidad en las sociedades con escasos recursos médicos en el último año también, al tiempo que la llegada de migrantes sin conocer si eran portadores o no del virus ha agravado la resistencia social hacia la inmigración en las economías desarrolladas. Ambas cuestiones se dieron la mano especialmente en la crisis migratoria vivida por las islas Canarias a lo largo de 2020, sobre todo en los últimos meses.

Catorce años después de la “crisis de los cayucos”, el archipiélago experimentó otro notable auge de llegada de inmigrantes (esta vez el término que se ha generalizado para sus embarcaciones es el de pateras). En 2020 llegaron a Canarias más de 23.000 inmigrantes, en travesías que al menos se cobraron la vida de cerca de 600 personas. Si en 2019 arribaron a las islas unas cien embarcaciones con inmigrantes ilegales, en 2020 fueron más de 550, lo que habla de un fenómeno migratorio multiplicado por cinco.

¿Por qué se produjo ese incremento, redirigiendo a las islas Canarias un flujo que otras veces ha buscado la ruta del Mediterráneo? Por un lado, sigue primando la travesía marítima para alcanzar Europa, pues además del coste del pasaje aéreo –prohibitivo para muchos–, los vuelos exigen una documentación que muchas veces no se posee o que facilita un control por parte de las autoridades –de salida y de llegada– que desee evitarse. Por otro lado, las dificultades en puntos de la ruta del Mediterráneo, como políticas más estrictas en la admisión refugiados rescatados del mar impuestas por Italia o la situación de guerra que vive Libia, donde llegan itinerarios que por ejemplo salen de Sudán, Nigeria y Chad, derivaron parte de la presión de las mafias migratorias hacia Canarias. En ello también pudo tener un papel la actitud de Marruecos.

España tiene interés en mantener una buena relación con Marruecos por razones obvias. Su frontera con Ceuta y Melilla y su proximidad a las islas Canarias le convierte en un vecino que puede contribuir tanto a la seguridad como a intensificar la presión migratoria sobre territorio español. Precisamente en un momento crítico de la crisis canaria, el ministro español de Interior, Fernando Grande-Marlaska, acudió el 20 de noviembre al vecino país a entrevistarse con su homólogo marroquí, Abdelouafi Laftit, con la intensión de requerir la ayuda de la monarquía alauí para poner freno a la crisis migratoria. No obstante, aunque en los siguientes días se registró una disminución de llegadas de pateras a Canarias, pronto las llegadas fueron aumentando otra vez, dejando efectividad la visita realizada por Marlaska.

Por otro lado, en esas semanas, Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno español y secretario general de Podemos, reclamó a Marruecos la celebración de un referéndum sobre el futuro del Sáhara Occidental, excolonia española y bajo tutela marroquí admitida por la ONU hasta la celebración de consulta al pueblo saharaui. La admisión en esos mismos días de la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental por parte de la Administración Trump (a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas entre Marruecos e Israel) llevó a Rabat a esperar una revisión de la postura española, que está alineada con el planteamiento de la ONU. La ratificación de esta por boca de Iglesias y sobre todo su tono de exigencia hizo que el monarca marroquí, Mohamed VI, decidiera no recibir al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez en un desplazamiento que iba a haber al vecino país. Otros asuntos, como la delimitación de las aguas territoriales hecha por Marruecos en enero, expandiendo su zona económica exclusiva, han aumentado los desencuentros entre los dos países.

A la tensión normal en Canarias por la llegada de miles de inmigrantes en poco tiempo se juntaron los riesgos sanitarios debidos a la pandemia. Más allá de los miedos extendidos por algunos sobre la posible entrada de personas efectivamente contagiadas con coronavirus, los protocolos establecidos obligaban a mantener aislados a los llegados en pateras, lo que causó un problema de hacinamiento en instalaciones inicialmente no adecuadas.

La Cruz Roja Española creó zonas reservadas para los aislamientos de las personas que dieran positivo en los tests de Covid-19. Además, se establecieron macrocampamentos temporales para realojar a miles de migrantes que primero estuvieron acogidos en distintos hoteles. El traslado de grupos de ellos por avión a puntos de la Península creó polémicas que el Gobierno tuvo que capear. La entrada de 2021 ha rebajado, al menos momentáneamente, la presión.

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The inclusion of private investment and the requirement of efficient credits differ from the overwhelming amount of loans from Chinese state banks

The active role of China as lender to an increasing number of countries has forced the United States to try to compete in this area of “soft power”. Until last decade the US was clearly ahead of China in official development assistance, but Beijing has used its state-controlled banks to pour loans into ambitious projects worldwide. In order to better compete with China, Washington has created the US International Development Finance Corporation (USIDFC), combining the US Overseas Private Investment Corporation (OPIC) and with USAID’s Development Credit Authority (DCA).

▲ The US agency helped to provide clean, safe, and reliable sanitation for more than 100,000 people in Nairobi, at the end of 2020 [USIDFC]

ARTICLE /  Alexandria Casarano

It is not easy to know the complete amount of the international loans given by China in recent years, which skyrocketed from the middle of last decade. Some estimations say that the Chinese state and its subsidiaries have lent about US$ 1.5 trillion in direct loans and trade credits to more than 150 countries around the globe, turning China into the world's largest official creditor.

The two main Chinese foreign investment banks, the Export-Import Bank of China and the China Development Bank, were both established in 1994. The banks have been criticized for their lack of transparency and for blurring the lines between official development assistance (ODA) and commercial financial arrangements. To address this issue, Beijing founded the China International Development Cooperation Agency (CIDCA) in April of 2018. The CIDCA will oversee all Chinese ODA activity, and the Chinese Ministry of Commerce will oversee all commercial financial arrangements going forward.

An additional complaint about Chinese foreign investment concerns “debt-trap diplomacy.” Since the PRC first announced its “One Belt One Road” initiative in 2013, the Chinese government has steadily increased its investment in the developing world even more dramatically than it had in the early 2000’s (when Chinese foreign aid was increasing annually by approximately 14%). At the 2018 China-Africa Convention Forum, the PCR pledged to invest US$ 60 billion in Africa that year alone. The Wall Street Journal said of the PRC in 2018 that it was “expanding its investments at a pace some consider reckless.” Ray Washburn, president of the US Overseas Private Investment Corporation (OPIC), called the Chinese One Belt One Road initiative a “loan-to-own” program. In 2018, this was certainly the case with the Chinese funded Sri Lankan port project, which led the Sri Lankan government to lease the port to Beijing for a 99-year period as a result of falling behind on payments.

OPIC, founded in 1971 under the Nixon administration, was recommended for elimination in the Trump administration’s 2017 budget. However, following the beginning of the US-China trade war in 2018, Washington reversed course completely. President Trump’s February 2018 budget recommended increasing OPIC’s funding and combining it with other government programs. These recommendations manifested themselves in the Better Utilization of Investment Leading to Development (BUILD) Act, which was passed by Congress on October 5, 2018. The Center for Strategic and International Studies (CSIS) called the BUILD Act “the most important piece of U.S. soft power legislation in more than a decade.”

The US International Development Finance Corporation

The principal achievement of the BUILD Act was the creation of the US International Development Finance Corporation (USIDFC), which began operation as an independent agency on December 20, 2019. The BUILD Act combined OPIC with USAID’s Development Credit Authority to form the USIDFC and established an annual budget of US$ 60 billion for the new organization, which is more than double OPIC’s 2018 budget of US$ 29 billion.

▲ USIDFC‘s investment commitments by region for the FY 2020. The US$ 29.9 billion is only a fraction of the agency's budget [USIDFC]

According to the Wall Street Journal, OPIC “has been profitable every year for the last 40 years and has contributed US$ 8.5 billion to deficit reduction,” a financial success which can primarily be attributed to project management fees. As of 2018, OPIC managed a portfolio valued at US$ 23 billion. OPIC’s strong fiscal track record, combined with both the concept of government program streamlining and the larger context of geopolitical competition with China, generated bipartisan support for the BUILD Act and the USIDFC.

The USIDFC has several key new capacities which OPIC lacked. OPIC’s business was limited to “loan guarantees, direct lending and political-risk insurance,” and suffered under a “congressional cap on its portfolio size and a prohibition on owning equity stakes in projects.” The USIDFC, however, is permitted under the BUILD Act to “acquire equity or financial interests in entities as a minority investor.”

Both the USIDFC currently and OPIC before its incorporation are classified as Development Finance Institutions (DFIs). DFIs seek to “crowd-in” private investment, that is, attracting private investment that would not occur otherwise. This differs from the Chinese model of state-to-state lending and falls in line with traditional American political and economic philosophy. According to the CSIS, “The USIDFC offers [...] a private sector, market-based solution. Moreover, it fills a clear void that Chinese financing is not filling. China does not support lending to small and medium-sized enterprises (SMEs), and it rarely helps local companies in places like Africa or Afghanistan grow.”

In the fiscal year of 2020, the most USIDFC’s investments were made in Latin America (US$ 8.5 billion) and Sub-Saharan Africa (US$ 8 billion). Lesser but still significant investments were made in the Indo-Pacific region (US$ 5.4 billion), Eurasia (US$ 3.2 billion), and Middle East (US$ 3 billion). This falls in line with the USIDFC’s goal to invest more in lower and lower-middle income countries, as opposed to upper middle countries. OPIC previously had fallen into the pattern of investing predominantly in upper-middle countries, and while the USIDFC is still authorized legally to invest in upper-middle income countries for national security or developmental motives.

These investments serve to further US national interests abroad. According to the USIDFC webpage, “by generating economic opportunities for citizens in developing countries, challenges such as refugees, drug-financed gangs, terrorist organizations, and human trafficking can all be addressed more effectively.” Between 2002 and 2014, financial commitments in the DFI sector have increased sevenfold, from US$ 10 billion to US$ 70 billion. In our increasingly globalized world, international interests increasingly overlap with national interests, and public interests increasingly overlap with private interests.

Ongoing USIDFC initiatives

The USIDFC has five ongoing initiatives to further its national interests abroad: 2X Women’s Initiative, Connect Africa, Portfolio for Impact and Innovation, Health and Prosperity, and Blue Dot Network. In 2020, the USIDFC "commited to catalyzing an additional US$ 6 billion of private sector investment in global women's economic empowerment" uner the 2X Women's Initiative which seeks global female empowerment. About US$1 billion for this US$ 6 billion commitment has been specially pledged to Africa. Projects that fall under the 2X Women's Initiative include equity financing for a woman-owned feminine hygiene products online store in Rqanda, and "expanding women's access to affordable mortages in India."

Continuing the USIDFC’s special focus on Africa follows the Connect Africa initiative, under which the USIDFC has pledged US$ 1 billion to promote economic growth and connectivity in Africa. The Connect Africa initiative involves investment in telecommunications, internet access, and infrastructure.

Under the Portfolio for Impact and Innovation initiative, the USIDFC has dedicated US$ 10 million to supporting early-stage businesses. This includes sponsoring the Indian company Varthana, which offers affordable online learning for children whose schools have been shut down due to the Covid-19 crisis.

The Health and Prosperity initiative focuses on “bolstering health systems” and “expanding access to clean water, sanitation, and nutrition.” Under the Health and Prosperity initiative, the USIDFC has dedicated US$ 2 billion to projects such as financing a 200+ mile drinking water pipeline in Jordan.

The Blue Dot Network initiative, like the Connect Africa initiative, also invests in infrastructure, but on a global scale. The Blue Dot Network initiative differs from the aforementioned initiatives in being a network. Launched in November 2019, the Blue Dot Network seeks to align the interests of government, private enterprise, and civil society to facilitate the successful development of infrastructure around the globe.

It is important to note that these five initiatives are not entirely separate. Many projects fall under several initiatives at once. The Rwandan feminine products e-store project, for example, falls under both the 2X Women’s initiative and the Health and Prosperity initiative.

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[Rory Medcalf, Indo-Pacific Empire. China and the Contest for the World’s Pivotal Region (Manchester: Manchester University Press, 2020) 310 págs.]

RESEÑA / Salvador Sánchez Tapia

En 2016, el primer ministro Abe de Japón y su homólogo indio, Narendra Modi, realizaron un viaje en el tren bala que une Tokio con Kobe para visualizar el nacimiento de una nueva era de cooperación bilateral. Sobre la base de esta anécdota, Rory Medcalf propone al lector una reconceptualización de la región más dinámica del globo que deje atrás la que, por mor del influjo norteamericano, ha predominado por algún tiempo bajo la denominación “Asia-Pacífico”, y que no refleja una realidad geopolítica más amplia.

El título de la obra es un tanto engañoso, pues parece aludir a un eventual dominio mundial ejercido desde la región indo-pacífica, y a la lucha de China y Estados Unidos por el mismo. No es esto lo que el libro ofrece.

Para Medcalf, un australiano que ha dedicado muchos años a trabajar en el servicio exterior de su país, “Indo-Pacífico” es un concepto geopolítico alternativo que engloba a una amplia región eminentemente marítima que comprende los océanos Pacífico e Índico, por los cuales circula la mayor parte del comercio marítimo global, así como los territorios costeros conectados por ambos mares. En el centro de este inmenso y diverso espacio se encuentran, actuando como una suerte de bisagra vertebradora, Australia, y la zona del sureste asiático que comprende el Estrecho de Malaca, vital paso marítimo.

El enfoque geopolítico propuesto sirve de argumento para articular una respuesta regional al creciente y cada vez más amenazador poder de China, que no pase por la confrontación o la capitulación sumisa. En palabras del autor, es un intento, hecho desde un punto de vista liberal, para contrarrestar los deseos de China de capitalizar la región en su favor.

En este sentido, la propuesta de Medcalf pasa por que las potencias medias de la región –India, Australia, Japón, Corea, Indonesia, Vietnam, etc.– logren una mayor coordinación para dibujar un futuro que tenga en cuenta los legítimos intereses de China, pero en el que estas potencias equilibren de forma eficaz el poder de Beijing. Se trata de que el futuro de la región esté diseñado con China, pero no sea impuesto por China. Tampoco por Estados Unidos al que, no obstante, se reconoce como actor clave en la región, y con cuyo apoyo el autor cuenta para dar cuerpo a la idea.

El argumento del libro sigue un guion cronológico en el que aparecen tres partes claramente diferenciadas: pasado, presente y futuro. La primera de ellas expone las razones históricas que justifican la consideración de la indo-pacífica como una región con entidad propia, y muestra las deficiencias de la visión “Asia-Pacífico”.

El bloque referido al presente es de índole descriptiva y hace una breve presentación de los principales actores del escenario indo-pacífico, del creciente poder militar chino, y de cómo China lo está empleando para retornar, en una reminiscencia de la época del navegante chino Zheng He, al Océano Índico, convertido ahora en arena de confrontación geoeconómica y geopolítica, así como en pieza clave del crecimiento económico chino como ruta por la que navegan los recursos que el país necesita, y como en parte marítima del proyecto global de la nueva Ruta de la Seda.

En lo tocante al futuro, Medcalf ofrece su propuesta para la región, basada en un esquema geopolítico en el que Australia, naturalmente, ocupa un lugar central. En una escala que va desde la cooperación hasta el conflicto, pasando por la coexistencia, la competición y la confrontación, el autor hace una apuesta por la coexistencia de los actores del tablero indo-pacífico con China, y plantea acciones en las tres áreas de la promoción del desarrollo en los países más vulnerables a la influencia –extorsión, en algunos casos– china; de la disuasión, en la que Estados Unidos continuará jugando un papel central, pero que no puede estar basada exclusivamente en su poder nuclear, sino en el crecimiento de las capacidades militares de los países de la región; y de la diplomacia, ejercida a varios niveles –bilateral, multilateral, y “minilateral”– para generar confianza mutua y establecer normas que eviten una escalada hacia la confrontación e, incluso, el conflicto.

Estos tres instrumentos deben venir acompañados de la práctica de dos principios: solidaridad y resiliencia. Por el primero se busca una mayor capacidad para gestionar el ascenso de China de una forma que promueva un balance entre el equilibrio de poder y el acercamiento, evitando los extremos de la contención y el acomodo a los designios del gigante. Por el segundo, los estados de la región se hacen más resistentes al poder de China y más capaces de recuperarse de sus efectos negativos.

No cabe duda de que este enfoque geopolítico, que sigue la estela abierta por Japón con su política “Indo-Pacífico Libre y Abierto”, está hecho desde una perspectiva netamente australiana y de que, de forma consciente o no, realza el papel de esta nación-continente, y sirve a sus intereses particulares de definir su lugar en el mundo y de mantener un entorno seguro y estable frente a una China que contempla de una forma cada vez más amenazadora.

Aún reconociendo esta motivación, que no deja de ser consecuencia lógica de la aplicación de los viejos conceptos del realismo, la visión propuesta no carece de méritos. Para empezar, permite conceptualizar a China de una forma que captura el interés por el Índico como algo integral a la visión que de sí misma tiene respecto a su relación con el mundo. Por otra parte, sirve como llamada de atención, tanto a las numerosas potencias medias asiáticas como a los pequeños estados insulares del Pacífico, sobre la amenaza china, ofreciendo el maná de una alternativa diferente al conflicto o a la sumisión acrítica al gigante chino. Finalmente, incorpora –al menos conceptualmente– a Estados Unidos, junto con India y Japón, a un esfuerzo multinacional capaz, por el peso económico y demográfico de los participantes, de equilibrar el poder de China.

Si la intención del concepto es la de fomentar en la región la conciencia de la necesidad de componer un equilibrio al poder de China, entonces puede argumentarse que la propuesta, excesivamente centrada en Australia, omite por completo la dimensión terrestre china, y la conveniencia de incorporar a ese balance a otras potencias medias regionales que, aunque no se cuenten entre las marítimas, comparten con ellas el temor al creciente poder de China. De forma similar, y aunque pueda pensarse que las naciones ribereñas de África y América forman parte integral de la entidad definida por las cuencas indo-pacíficas, éstas están conspicuamente ausentes del diseño geopolítico, a excepción de Estados Unidos y Rusia. Las referencias a África son muy escasas; América Central y del Sur están, simplemente, innombradas.

Se trata, en definitiva, de una interesante obra que aborda una importante cuestión de alcance global desde una óptica novedosa, realista y ponderada, sin caer en escenarios catastrofistas, sino abriendo una puerta a un futuro algo esperanzador en el que una China dominante pero cuyo poder, así se argumenta, podría haber ya alcanzado su pico máximo, pueda dar lugar al florecimiento de un espacio compartido en el corazón de un mundo reconectado de una forma que los antiguos navegantes no habían podido ni siquiera imaginar.

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[Barack Obama, Una tierra prometida (Debate: Madrid, 2020), 928 págs.]

RESEÑA / Emili J. Blasco

Las memorias de un presidente son siempre un intento de justificación de su actuación política. Habiendo empleado George W. Bush menos de quinientas páginas en «Decision Points» para intentar explicar las razones de una gestión en principio más controvertida, que Barack Obama utilice casi mil para una primera parte de sus memorias (Una tierra prometida solo cubre basta el tercero de sus ocho años de presidencia) parece un exceso: de hecho, ningún presidente estadounidense ha requerido tanto espacio en ese ejercicio de querer dejar atado su legado.

Es verdad que Obama tiene gusto por la pluma, con algún libro precedente en el que ya demostró buena narrativa, y es posible que esa inclinación literaria le haya vencido. Pero probablemente ha sido más determinante la visión que Obama ha tenido de sí mismo y de su presidencia: la convicción de tener una misión, como primer presidente afroamericano, y su ambición de querer doblar el arco de la historia. Cuando, con el paso del tiempo, Obama comienza a ser ya uno más en la lista de presidentes, su libro revindica el carácter histórico de su persona y sus realizaciones.

El primer tercio de Una tierra prometida resulta especialmente interesante. Hay un repaso somero de su vida anterior a la entrada en política y luego el detalle de su carrera hasta alcanzar la Casa Blanca. Esta parte tiene la misma carga inspiradora que hizo tan atractivo Los sueños de mi padre, el libro que Obama publicó en 1995 cuando lanzó su campaña al Senado del estado de Illinois (en España apareció en 2008, a raíz de su campaña a la presidencia). Todos podemos sacar lecciones muy útiles para nuestra propia superación personal: la idea de ser dueños de nuestro destino, de cobrar conciencia de nuestra identidad más profunda, y la seguridad que eso nos da para llevar a cabo muchas empresas de gran valor y transcendencia; el poner todo el empeño en una meta y aprovechar oportunidades que quizá no vuelvan a presentarse; en definitiva, el pensar siempre por elevación (cuando Obama vio que su trabajo como senador de Illinois tenía poco impacto, su decisión no fue dejar la política, sino saltar al ámbito nacional: se presentó a senador en Washington y de ahí, solo cuatro años después, llegó a la Casa Blanca). Se trata, además, de unas páginas ricas en enseñanzas sobre comunicación política y campañas electorales.

Pero cuando la narración comienza a abordar el periodo presidencial, que arrancó en enero de 2009, ese tono inspirador decae. Lo que antes era una sucesión de adjetivos generalmente positivos hacia todos, empieza a incluir diatribas contra sus oponentes republicanos. Y aquí está el punto que Obama no logra superar: otorgarse todo el mérito moral y negárselo a quien con sus votos en el Congreso discrepaba de la legislación promovida por el nuevo presidente. Cierto que Obama contó con una oposición muy frontal de los líderes republicanos en el Senado y en la Cámara de Representantes, pero estos también apoyaron algunas de sus iniciativas, como el propio Obama reconoce. Por lo demás, ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? Amplios sectores republicanos se echaron enseguida al monte, como pronto evidenció la marea del Tea Party en las elecciones de medio mandato de 2010 (en un movimiento que acabaría desembocando en el respaldo a Trump), pero también es que Obama había llegado con las posiciones más a la izquierda que se recordaban en la política estadounidense. Con su empuje idealista, Obama había dado poco ejemplo de esfuerzo bipartidista en su paso por el Senado de Illinois y de Washington; cuando algunas de sus reformas desde la Casa Blanca se vieron bloqueadas en el Congreso, en lugar de buscar un acomodo –aceptando una política de lo posible– fue a la calle a enfrentar a los ciudadanos con los políticos que se oponían a sus transformaciones, enquistando aún más las trincheras de unos y otros.

El historiador británico Niall Ferguson ha apuntado que el fenómeno Trump no se entendería sin la presidencia previa de Obama, aunque probablemente la agria división política en Estados Unidos sea una cuestión de corriente profunda en la que los líderes juegan un papel menos protagonista de lo que supondríamos. Justamente Obama se vio a si mismo como alguien idóneo, por su mezcla cultural (de raza negra, pero criado por su madre y abuelos blancos), para superar esa grieta que en la sociedad estadounidense iba agrandándose; sin embargo, no pudo tender los puentes ideológicos necesarios. Bill Clinton se enfrentó a un similar bloqueo republicano, en el Congreso liderado por Newt Gingrich, y procedió a transacciones que fueron útiles: restó carga ideológica y trajo una prosperidad económica que relajó la vida pública.

Una tierra prometida incluye muchas reflexiones de Obama. Generalmente aporta los contextos necesarios para entender bien las cuestiones, por ejemplo en la gestación de la crisis financiera de 2008. En política exterior detalla el estado de las relaciones con las principales potencias: la animadversión hacia Putin y la suspicacia hacia China, entre otros asuntos. Hay aspectos con distintas posibles vías de avance en los que Obama no deja margen para una posición alternativa lícita: así, en un tema especialmente emblemático, carga contra Netanyahu sin admitir ningún error propio en su aproximación al problema palestino-israelí. Esto es algo que otras reseñas del libro han señalado: la ausencia de autocrítica (más allá de admitir pecados de omisión al no haber sido todo lo audaz que hubiera deseado), y la falta en admitir que en algún aspecto quizás el oponente podía tener razón.

La narración transcurre con buen ritmo interno, a pesar de las muchas páginas. El tomo termina en 2011, en un momento aleatorio determinado por la extensión que se prevea para una segunda entrega; no obstante, tiene un colofón con suficiente fuerza: la operación contra Osama bin Laden, por primera vez contada en primera persona por quien tenía el máximo nivel de mando. Aunque se desconoce el grado de implicación de otras manos en la redacción de la obra, esta tiene un punto de lirismo que conecta directamente con Los sueños de mi padre y que ayuda a atribuirla, al menos en gran medida, al propio expresidente.

La obra contiene muchos episodios de la vida doméstica de los Obama. Los constantes piropos de Obama a su mujer, la admiración por su suegra y las continuas referencias a la devoción por sus dos hijas podrían considerarse algo innecesario, sobre todo por lo recurrente, en un libro político. No obstante, otorgan al relato el tono personal que Obama ha querido adoptar, dando además calidez humana a quien con frecuencia se le acusó de tener una imagen pública de persona fría, distante y demasiado reflexiva.

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