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Tit_Galileo hoy

Galileo, hoy 
Tres siglos y medio después del proceso

Autor: Mariano Artigas. 
Publicado en: Aceprensa, servicio 174/82. Revisado: enero 2006.
Fecha de publicacion: 17 noviembre 1982.

Índice

  1. De Copérnico a Galileo

  2. El proceso

  3. Un conflicto deplorable

  4. Ecos actuales

  5. Nuevos modos de repetir un error

  6. Ciencia y fe

Hace 350 años, el 23 de septiembre de 1632, Galileo fue llamado a comparecer ante el Santo Oficio en Roma, y el año siguiente fue condenado. Este famoso proceso ha sido deplorado claramente por la Iglesia. Pero también se abusa de esos hechos, extrayendo de ellos algunas conclusiones falsas -tanto histórica como científicamente- que se aplican para juzgar diversos problemas actuales.

De Copérnico a Galileo 

Hacia 1610, Galileo se fue convenciendo de la verdad del sistema heliocéntrico, según el cual -y contra la opinión entonces vigente- la Tierra gira alrededor del Sol, y éste ocupa el centro del mundo. Sus observaciones mediante el recién inventado telescopio -especialmente la observación de las fases de Venus- desempeñaron un importante papel en su aceptación de la teoría que, por otra parte, no podía demostrar de modo convincente. Su fama como experimentador y matemático y la fuerza con que defendía sus convicciones pusieron en primer plano una cuestión que ya estaba planteada en la obra de Copérnico Acerca de las revo luciones de las órbitas celestes , publicada en 1543.

Copérnico basaba todos sus cálculos astronómicos sobre la hipótesis de que la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol. Sea cual fuese su opinión, la obra iba precedida por un cauto pró logo del teólogo protestante Andreas Osiander (aunque no llevaba firma, y parecía que fuera de Copérnico), donde se decía que sólo se formulaba una hipótesis matemática conveniente para los cálculos, sin pretender juzgar cómo eran las cosas en la realidad. En verdad, Co pérnico no tenía base científica para afirmar más. Galileo conta ba con más datos, pero no los suficientes para afirmar la verdad del heliocentrismo. Si sus conclusiones eran ciertas, sus argumen tos probatorios no tenían la misma consistencia

El proceso 

Esa teoría levantaba entonces sospechas por un doble moti vo: parecía ir contra una filosofía basada en la experiencia ordi naria, y algunos la veían incompatible con pasajes de la Biblia donde se habla de la quietud de la Tierra y el movimiento del Sol

En 1616, el Santo Oficio de Roma pidió un dictamen a 11 teólogos, quie nes calificaron las tesis astronómicas de Galileo como filosófica mente absurdas y formalmente heréticas. Ese dictamen nunca fue publicado como acto del Magisterio de la Iglesia. El 26 de febrero, ante el Cardenal Belarmino, Galileo se com prometió a no defender la teoría heliocéntrica, sin que hubiera juicio ni condena.

El juicio llegó al cabo de 16 años, cuando las circunstan cias parecían favorables a Galileo, pues había sido elegido Papa -con el nombre de Urbano VIII- el Cardenal Maffeo Barberini, quien parecía comprensivo con la teoría en cuestión. Galileo publicó en febrero de 1632 su Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo , con las debidas autorizaciones ecle siásticas, pero fue acusado de defender el heliocentrismo. El 23 de septiembre de 1632 se le intimó legalmente para presentarse ante el tri bunal de la Inquisición romana. El 12 de abril de 1633 tuvo lugar la primera comparecencia ante dicho tribunal. A pesar de sus protestas en contra, era bastante claro que no se había atenido rigurosamente al compromiso de 1616. El 22 de junio de 1633 se le condenaba a censuras que fueron perdonadas en vista de sus buenas disposiciones, y a la cárcel (en un Palacio de Roma) que enseguida fue conmutada por el con finamiento en su villa del Gioiello, donde siguió trabajando y pu blicando hasta que le sobrevino la muerte en 1642, a los 78 años de edad.

Un conflicto deplorable 

El juicio de 1633 se basó en el desgraciado dictamen de los teólogos de 1616, que no volvió a discutirse entonces. El conflicto podía haberse evitado fácilmente, dejando aparte las circunstancias del momento. En efecto, la Iglesia admite que el texto de la Biblia debe interpretarse en cada caso según el tipo de cuestiones de que se trate, y es evidente que, cuando se trata de cuestiones científicas, el autor humano utilizará expresio nes que corresponden a la apariencia ordinaria de los hechos: Dios no pretende revelar por anticipado conclusiones de la ciencia na tural. Esto era tan claro que el mismo Galileo lo expuso, por escrito y de modo correcto, en una larga carta de 1615.

El conflicto hizo sufrir a Galileo. Ha perjudicado a la Iglesia durante siglos. La parte menos lesionada fue la ciencia: poco después, Newton fue mucho más lejos que Galileo, y sentó las bases de la física de modo estable, haciendo posible un progreso sistemático que ya no ha cesado. Y, desde luego, ni el Sol ni la Tierra están en reposo ni son el centro del Universo: en la físi ca sólo se miden movimientos relativos (de unos cuerpos respecto a otros) y tomando como referencia un sistema que a efectos prácticos pueda desempeñar convenientemente su papel.

El Concilio Vaticano II deploró expresamente el proceso a Galileo. El Papa Juan Pablo II también, haciendo notar a la vez que, aparte de los equívocos de aquel proceso, el Galileo científico y católico enseña objetivamente una notable armonía entre la ciencia y la fe: esa armonía fue, de hecho, uno de los prin cipales impulsos de la creatividad científica de los grandes pio neros de la ciencia moderna, como Copérnico, Kepler, Galileo y New ton. El nacimiento sistemático de la ciencia moderna fue posible gracias al convencimiento explícito acerca de la racionalidad de un Universo que es obra de un Dios creador infinitamente sabio y poderoso, y acerca de la capacidad del espíritu humano -creado por Dios a su imagen y semejanza- para comprender el orden natural. Y esta seguridad se debió al influjo del cristianismo, que llegó a configurar toda una cultura.

Ecos actuales 

En la actualidad, hay quien afirma que la Iglesia actúa equivocadamente al mantener sus enseñanzas sobre los dogmas de la fe y la moral, o al condenar -por ejemplo- los anticonceptivos o el aborto: se trataría de nuevos "casos Galileo" que no tendrían en cuenta los progresos de las ciencias, de modo que la Iglesia permanecería erróneamente comprometida con modos de pensar ya superados.

Pero esta invocación a Galileo está fuera de lugar. Galileo nunca creyó que sus teorías científicas fueran en contra de la fe o de lo que afirmaba la Biblia. Con lo que chocaba era con la errónea interpretación de la Biblia que hacían los teólogos de su época, intentando dilucidar así una cuestión científica. En cambio, cuando se trata de temas como los antes mencionados, el Magisterio de la Iglesia permanece en su propio ámbito, que es el religioso y moral.

Por ejemplo, la extensión del aborto es un dato de costum bres, no una conclusión científica. Y el rechazo del aborto por parte de la Iglesia es la postura más acorde con los datos de la ciencia actual, que muestran un proceso continuo de desarrollo de la vida humana desde el momento de la concepción. Hoy son los defensores del aborto los que hacen oídos sordos a las conclusiones científicas en este tema.

Nuevos modos de repetir un error 

Por lo que se refiere a las ciencias naturales, no se ha dado ningún otro caso análogo al de Galileo. Los presuntos con flictos entre la ciencia moderna y la fe provienen, sin excepción, de doctrinas que arbitrariamente se presentan como conclusiones científicas cuando en realidad no lo son. Esto sucede, por ejemplo cuando se niega la existencia del alma humana porque la ciencia experimental no puede comprobarla, olvidando que el método experimental que permite investigar la estructura de la materia no es apto para estudiar la naturaleza del espíritu; o cuando se recha za la creación divina del universo en base a teorías evolucionistas que, en todo caso, se limitan a estudiar posibles transforma ciones entre seres ya existentes, sin que puedan dar razón de la existencia misma de ellos.

Quienes hoy razonan de este modo, de hecho están incurriendo en el mismo error que cometieron unos eclesiásticos con Galileo. Estos pretendieron juzgar unas hipótesis científicas con mé todos teológicos, sin respetar la autonomía propia de la ciencia. Hoy, son algunos hombres de ciencia -y otros que distan mucho de ser científicos- los que pretenden pontificar sobre las realidades del espíritu con criterios y métodos sólo válidos para la ciencia experimental.

Ciencia y fe 

Nuestra época necesita hacerse eco, de un modo positivo, de un dicho del Cardenal Baronio utilizado por Galileo (quien siempre fue un firme creyente, antes y después del proceso): las Sagradas Escrituras no nos enseñan cómo son los cielos, sino cómo se va al cielo. El problema actual no es advertir que no hay contradicción entre las ciencias y la doctrina católica. Lo que ahora importa es descu brir la profunda armonía entre la ciencia y la fe. La ciencia pro porciona conocimientos cada vez más extensos y profundos sobre la realidad y permite dominarla en gran medida, pero nada nos dice sobre la utilización de sus resultados ni sobre el sentido de la vida humana.

La fe cristiana proporciona una gran ayuda a la razón en su tarea de plantear y resolver los problemas más profundos de la vida humana. Sin duda, ésta era la convicción de Galileo, y la de tantos otros científicos que han hecho posible el progreso de la ciencia actual. Dejarla en el olvido implica graves riesgos de deshumanización. Nuestra época ya ha experimentado suficientemen te la facilidad con que el hombre es víctima de sus propios pro ductos si se prescinde de las dimensiones espirituales de la existencia humana. Por lo demás, sigue siendo cierto que los progresos científicos sólo apartan de Dios cuando se los contempla bajo una perspectiva parcial y distorsionada: si se razona a partir de ellos con un mínimo de profundidad, constituyen una gran ayuda para encontrar a Dios. Con toda seguridad, Galileo subrayaría incondicio nalmente esta afirmación.

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sido deplorado claramente por la Iglesia. Pero también se abusa de esos hechos, extrayendo de ellos algunas conclusiones falsas -tanto histórica como científicamente- que se aplican para juzgar diversos problemas actuales.

De Copérnico a Galileo 

Hacia 1610, Galileo se fue convenciendo de la verdad del sistema heliocéntrico, según el cual -y contra la opinión entonces vigente- la Tierra gira alrededor del Sol, y éste ocupa el centro del mundo. Sus observaciones mediante el recién inventado telescopio -especialmente la observación de las fases de Venus- desempeñaron un importante papel en su aceptación de la teoría que, por otra parte, no podía demostrar de modo convincente. Su fama como experimentador y matemático y la fuerza con que defendía sus convicciones pusieron en primer plano una cuestión que ya estaba planteada en la obra de Copérnico Acerca de las revo luciones de las órbitas celestes , publicada en 1543.

Copérnico basaba todos sus cálculos astronómicos sobre la hipótesis de que la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol. Sea cual fuese su opinión, la obra iba precedida por un cauto pró logo del teólogo protestante Andreas Osiander (aunque no llevaba firma, y parecía que fuera de Copérnico), donde se decía que sólo se formulaba una hipótesis matemática conveniente para los cálculos, sin pretender juzgar cómo eran las cosas en la realidad. En verdad, Co pérnico no tenía base científica para afirmar más. Galileo conta ba con más datos, pero no los suficientes para afirmar la verdad del heliocentrismo. Si sus conclusiones eran ciertas, sus argumen tos probatorios no tenían la misma consistencia

El proceso 

Esa teoría levantaba entonces sospechas por un doble moti vo: parecía ir contra una filosofía basada en la experiencia ordi naria, y algunos la veían incompatible con pasajes de la Biblia donde se habla de la quietud de la Tierra y el movimiento del Sol

En 1616, el Santo Oficio de Roma pidió un dictamen a 11 teólogos, quie nes calificaron las tesis astronómicas de Galileo como filosófica mente absurdas y formalmente heréticas. Ese dictamen nunca fue publicado como acto del Magisterio de la Iglesia. El 26 de febrero, ante el Cardenal Belarmino, Galileo se com prometió a no defender la teoría heliocéntrica, sin que hubiera juicio ni condena.

El juicio llegó al cabo de 16 años, cuando las circunstan cias parecían favorables a Galileo, pues había sido elegido Papa -con el nombre de Urbano VIII- el Cardenal Maffeo Barberini, quien parecía comprensivo con la teoría en cuestión. Galileo publicó en febrero de 1632 su Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo , con las debidas autorizaciones ecle siásticas, pero fue acusado de defender el heliocentrismo. El 23 de septiembre de 1632 se le intimó legalmente para presentarse ante el tri bunal de la Inquisición romana. El 12 de abril de 1633 tuvo lugar la primera comparecencia ante dicho tribunal. A pesar de sus protestas en contra, era bastante claro que no se había atenido rigurosamente al compromiso de 1616. El 22 de junio de 1633 se le condenaba a censuras que fueron perdonadas en vista de sus buenas disposiciones, y a la cárcel (en un Palacio de Roma) que enseguida fue conmutada por el con finamiento en su villa del Gioiello, donde siguió trabajando y pu blicando hasta que le sobrevino la muerte en 1642, a los 78 años de edad.

Un conflicto deplorable 

El juicio de 1633 se basó en el desgraciado dictamen de los teólogos de 1616, que no volvió a discutirse entonces. El conflicto podía haberse evitado fácilmente, dejando aparte las circunstancias del momento. En efecto, la Iglesia admite que el texto de la Biblia debe interpretarse en cada caso según el tipo de cuestiones de que se trate, y es evidente que, cuando se trata de cuestiones científicas, el autor humano utilizará expresio nes que corresponden a la apariencia ordinaria de los hechos: Dios no pretende revelar por anticipado conclusiones de la ciencia na tural. Esto era tan claro que el mismo Galileo lo expuso, por escrito y de modo correcto, en una larga carta de 1615.

El conflicto hizo sufrir a Galileo. Ha perjudicado a la Iglesia durante siglos. La parte menos lesionada fue la ciencia: poco después, Newton fue mucho más lejos que Galileo, y sentó las bases de la física de modo estable, haciendo posible un progreso sistemático que ya no ha cesado. Y, desde luego, ni el Sol ni la Tierra están en reposo ni son el centro del Universo: en la físi ca sólo se miden movimientos relativos (de unos cuerpos respecto a otros) y tomando como referencia un sistema que a efectos prácticos pueda desempeñar convenientemente su papel.

El Concilio Vaticano II deploró expresamente el proceso a Galileo. El Papa Juan Pablo II también, haciendo notar a la vez que, aparte de los equívocos de aquel proceso, el Galileo científico y católico enseña objetivamente una notable armonía entre la ciencia y la fe: esa armonía fue, de hecho, uno de los prin cipales impulsos de la creatividad científica de los grandes pio neros de la ciencia moderna, como Copérnico, Kepler, Galileo y New ton. El nacimiento sistemático de la ciencia moderna fue posible gracias al convencimiento explícito acerca de la racionalidad de un Universo que es obra de un Dios creador infinitamente sabio y poderoso, y acerca de la capacidad del espíritu humano -creado por Dios a su imagen y semejanza- para comprender el orden natural. Y esta seguridad se debió al influjo del cristianismo, que llegó a configurar toda una cultura.

Ecos actuales 

En la actualidad, hay quien afirma que la Iglesia actúa equivocadamente al mantener sus enseñanzas sobre los dogmas de la fe y la moral, o al condenar -por ejemplo- los anticonceptivos o el aborto: se trataría de nuevos "casos Galileo" que no tendrían en cuenta los progresos de las ciencias, de modo que la Iglesia permanecería erróneamente comprometida con modos de pensar ya superados.

Pero esta invocación a Galileo está fuera de lugar. Galileo nunca creyó que sus teorías científicas fueran en contra de la fe o de lo que afirmaba la Biblia. Con lo que chocaba era con la errónea interpretación de la Biblia que hacían los teólogos de su época, intentando dilucidar así una cuestión científica. En cambio, cuando se trata de temas como los antes mencionados, el Magisterio de la Iglesia permanece en su propio ámbito, que es el religioso y moral.

Por ejemplo, la extensión del aborto es un dato de costum bres, no una conclusión científica. Y el rechazo del aborto por parte de la Iglesia es la postura más acorde con los datos de la ciencia actual, que muestran un proceso continuo de desarrollo de la vida humana desde el momento de la concepción. Hoy son los defensores del aborto los que hacen oídos sordos a las conclusiones científicas en este tema.

Nuevos modos de repetir un error 

Por lo que se refiere a las ciencias naturales, no se ha dado ningún otro caso análogo al de Galileo. Los presuntos con flictos entre la ciencia moderna y la fe provienen, sin excepción, de doctrinas que arbitrariamente se presentan como conclusiones científicas cuando en realidad no lo son. Esto sucede, por ejemplo cuando se niega la existencia del alma humana porque la ciencia experimental no puede comprobarla, olvidando que el método experimental que permite investigar la estructura de la materia no es apto para estudiar la naturaleza del espíritu; o cuando se recha za la creación divina del universo en base a teorías evolucionistas que, en todo caso, se limitan a estudiar posibles transforma ciones entre seres ya existentes, sin que puedan dar razón de la existencia misma de ellos.

Quienes hoy razonan de este modo, de hecho están incurriendo en el mismo error que cometieron unos eclesiásticos con Galileo. Estos pretendieron juzgar unas hipótesis científicas con mé todos teológicos, sin respetar la autonomía propia de la ciencia. Hoy, son algunos hombres de ciencia -y otros que distan mucho de ser científicos- los que pretenden pontificar sobre las realidades del espíritu con criterios y métodos sólo válidos para la ciencia experimental.

Ciencia y fe 

Nuestra época necesita hacerse eco, de un modo positivo, de un dicho del Cardenal Baronio utilizado por Galileo (quien siempre fue un firme creyente, antes y después del proceso): las Sagradas Escrituras no nos enseñan cómo son los cielos, sino cómo se va al cielo. El problema actual no es advertir que no hay contradicción entre las ciencias y la doctrina católica. Lo que ahora importa es descu brir la profunda armonía entre la ciencia y la fe. La ciencia pro porciona conocimientos cada vez más extensos y profundos sobre la realidad y permite dominarla en gran medida, pero nada nos dice sobre la utilización de sus resultados ni sobre el sentido de la vida humana.

La fe cristiana proporciona una gran ayuda a la razón en su tarea de plantear y resolver los problemas más profundos de la vida humana. Sin duda, ésta era la convicción de Galileo, y la de tantos otros científicos que han hecho posible el progreso de la ciencia actual. Dejarla en el olvido implica graves riesgos de deshumanización. Nuestra época ya ha experimentado suficientemen te la facilidad con que el hombre es víctima de sus propios pro ductos si se prescinde de las dimensiones espirituales de la existencia humana. Por lo demás, sigue siendo cierto que los progresos científicos sólo apartan de Dios cuando se los contempla bajo una perspectiva parcial y distorsionada: si se razona a partir de ellos con un mínimo de profundidad, constituyen una gran ayuda para encontrar a Dios. Con toda seguridad, Galileo subrayaría incondicio nalmente esta afirmación.