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Ciencia y fe: nuevas perspectivas

Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Après Galilée. Science et foi: nouveau dialogue, sous la direction du cardinal Paul Paupard, Desclée de Brower, Paris, pp. 199-214.
Fecha de publicación: 1994

Suele reconocerse en la actualidad que ciencia y fe representan dos perspectivas diferentes, y que los eventuales conflictos entre ellas responden a intromisiones ilegítimas que siempre se podrán evitar. Por tanto, su coexistencia pacífica parece asegurada. Pero, ¿deberemos contentarnos con una separación que equivaldría a una ignorancia mutua, o por el contrario, es posible integrar armónicamente esos dos ámbitos? Este es uno de los retos principales de nuestra época.

De hecho, se habla con frecuencia de «cuestiones fronterizas» entre ciencia y fe, lo cual sugiere la existencia de temas comunes y la posibilidad de una colaboración positiva. Sin embargo, esa colaboración sólo será posible si existen puentes entre el mundo de la ciencia y el de la fe. Mis reflexiones se centran en torno a la existencia de esos puentes (1*).

La racionalidad de la naturaleza

Nadie cree hoy en día que la ciencia pueda solucionar todos los problemas. El cientificismo optimista es una reliquia de museo. Encontramos un claro ejemplo de esta situación en Paul Davies, quien después de escribir en su último libro: «siempre he deseado creer que la ciencia puede explicar todo, al menos en principio», añade: «pero incluso si se descartan los sucesos sobrenaturales, no está claro, a pesar de todo, que la ciencia pueda explicar todo en el universo físico. Permanece el viejo problema acerca del final de la cadena de explicaciones. Por mucho éxito que puedan tener nuestras explicaciones científicas, siempre incluyen algunos supuestos en su punto de partida... Por tanto, las cuestiones últimas siempre permanecerán más allá del alcance de la ciencia empírica»(2*). La cita es especialmente significativa si se tiene en cuenta que Davies, físico y autor de veinte libros que han alcanzado amplia audiencia, no admite la existencia de un Dios personal, y en uno de sus anteriores libros afirmaba que la ciencia proporciona un camino hacia Dios más seguro que el de la religión (3*).

La alusión a los supuestos de la ciencia es importante, y Davies la desarrolla con mayor amplitud en los siguientes términos: «El éxito del método científico para descubrir los secretos de la naturaleza es tan sorprendente que puede impedirnos advertir el milagro mayor de todos: que la ciencia funciona. Incluso los científicos normalmente dan por supuesto que vivimos en un cosmos racional y ordenado, sujeto a leyes precisas que pueden ser descubiertas por el razonamiento humano. Sin embargo, por qué esto es así continúa siendo un atormentador misterio... El hecho de que la ciencia funcione, y funcione tan bien, apunta hacia algo profundamente significativo acerca de la organización del cosmos» (4*). Davies tiene razón. Entonces, la pregunta siguiente que debemos hacernos es: ¿hacia dónde apunta el éxito de la ciencia?

Davies afirma que la ciencia se apoya sobre «un supuesto crucial: que el mundo es a la vez racional e inteligible... Toda la empresa científica está construida sobre la suposición de la racionalidad de la naturaleza». Y añade: «Concedo que no se puede probar que el mundo es racional. Ciertamente es posible que, en su nivel más profundo, sea absurdo... Sin embargo, el éxito de la ciencia es al menos una fuerte evidencia circunstancial en favor de la racionalidad de la naturaleza»(5*).

En efecto, la actividad científica supone que la naturaleza es racional, inteligibible, cognoscible racionalmente, ordenada. No es caótica; consta de niveles jerarquizados de manera continua y gradual, y tanto cada uno de los niveles como las relaciones mutuas entre ellos responden a leyes. El progreso científico muestra que ese supuesto es verdadero. Puede afirmarse, más en concreto, que ese progreso retro-justifica, amplía y precisa los supuestos realistas que se refieren al orden natural (6*). Cuanto mayor es el avance de las ciencias, más amplio y preciso es nuestro conocimiento acerca del orden que caracteriza nuestro mundo.

La racionalidad de la naturaleza es una condición necesaria de la actividad científica, un supuesto que no puede ser justificado mediante los métodos científicos pero que resulta indispensable para la existencia de la ciencia. El progreso científico no elimina ese supuesto; por el contrario, muestra su adecuación y amplía su alcance. Por tanto, la racionalidad de la naturaleza constituye un puente entre la ciencia y las preguntas últimas acerca del sentido. El puente puede ser ampliado si consideramos, como lo haremos a continuación, los conocimientos que proporciona la ciencia actual acerca de la organización de la naturaleza.

Una nueva cosmovisión

Por vez primera en la historia, disponemos de una cosmovisión científica que es completa y rigurosa. La imagen actual de la naturaleza no es completa en el sentido de que nada quede por descubrir; sin embargo, es completa en otro sentido más interesante: se extiende a todos los niveles, desde el microfísico hasta el astrofísico, pasando por el geológico e incluyendo el nivel más importante de todos, el de los vivientes. Además, no sólo conocemos muchas leyes en cada nivel, sino también leyes que relacionan unos niveles con otros. La naturaleza se nos muestra como un verdadero sistema que abarca niveles de organización progresiva, de tal manera que los superiores incluyen a los inferiores y los superan.

¿No es exagerado afirmar que nos encontramos en una situación privilegiada con respecto a nuestros predecesores, y que disponemos por vez primera de una cosmovisión completa y unitaria? No lo es, e incluso es fácil comprender por qué esa afirmación es correcta. Las ciencias adoptan perspectivas parciales. Su progreso, desde el siglo XVII, se ha realizado formulando teorías particulares en los ámbitos de la astronomía, la mecánica, la óptica, el electromagnetismo, la teoría atómica, la física de partículas subatómicas, la biología molecular y otros. Hemos ido ascendiendo por una larga escalera, paso a paso, un escalón tras otro. Por fin, en la actualidad disponemos de una perspectiva que hasta ahora resultaba inaccesible y que nos permite relacionar entre sí las diferentes facetas de la naturaleza.(7*)

Nos encontramos verdaderamente en una situación muy ventajosa con respecto a quienes nos han precedido. No se trata sólo de un mayor cúmulo de conocimientos, sino de algo realmente nuevo: disponemos, por vez primera, de una imagen de la naturaleza que es coherente, unitaria, completa y rigurosa. Este hecho está cargado de interesantes implicaciones. Por ejemplo, la imagen mecanicista, que se presentó durante varios siglos como la imagen científica del mundo, ha sido sustituida por una representación mucho más rica e interesante. Pueden mencionarse, en este contexto, la teoría de sistemas y las teorías morfogenéticas.

La teoría de sistemas, propuesta por Ludwig von Bertalanffy, completa la perspectiva mecanicista con factores holísticos y direccionales: los sistemas no son una simple agregación de los componentes, ya que poseen propiedades holísticas que pertenecen al sistema como una totalidad. En este contexto se habla de propiedades emergentes, que no se reducen a las que existen en los niveles inferiores. Además, el holismo implica que los componentes actúan de modo cooperativo; en este sentido manifiestan una direccionalidad, de tal modo que asistimos a una cierta rehabilitación del concepto de finalidad, que parecía desterrado del ámbito científico.

Las teorías morfogenéticas estudian la génesis de nuevas formas. Existen varias teorías de este tipo, y no sólo en el nivel biológico, sino también en el físico-químico. La termodinámica de procesos irreversibles, también denominada termodinámica no-lineal o de procesos lejos del equilibrio, formulada por Ilya Prigogine, permite comprender cómo pueden surgir estructuras de mayor orden a partir de estados de menos orden. La sinergética de Hermann Haken estudia cómo surgen nuevas cualidades y estructuras a partir de fenómenos cooperativos. En una línea semejante se sitúan la teoría de catástrofes de René Thom y las recientes teorías del caos determinista (8*).

Estas teorías tienden puentes entre el nivel físico-químico y el biológico, y se encuentran en la base de los nuevos planteamientos acerca de la auto-organización de la materia. Está cada vez más claro que la materia no es algo meramente pasivo e inerte, sino que posee un dinamismo propio y unas tendencias que explican la formación de las entidades naturales. (9*)

El despliegue del dinamismo natural

La naturaleza puede ser caracterizada en función de dos aspectos básicos que se encuentran íntimamente entrelazados: el dinamismo y la estructuración (10*). En efecto, los conocimientos actuales muestran que la materia posee un dinamismo propio en todos sus niveles; sólo es inerte bajo ciertas perspectivas, y lo estático corresponde a equilibrios dinámicos que se producen en circunstancias particulares. Además, la naturaleza ya no aparece como regida por unas leyes que sólo la afectarían de modo externo. La cosmovisión actual está centrada en torno a las «pautas» o patrones («patterns»), que se forman de modo espontáneo en todos los niveles. La morfogénesis no es un fenómeno exclusivo de los vivientes; el nivel físico-químico se encuentra lleno de «tendencias» hacia pautas concretas.

En este contexto, la naturaleza (en el sentido clásico de lo natural-físico o material) puede caracterizarse mediante el entrelazamiento de un dinamismo propio y de una estructuración espacio-temporal. Ese entrelazamiento es típico de la naturaleza, y permite distinguir lo natural frente a lo artificial y lo personal. Lo natural posee un dinamismo propio, cuyo almacenamiento y despliegue se encuentra intrínsecamente ligado a estructuras espacio-temporales.

La actividad de la naturaleza se manifiesta como el «despliegue» de un dinamismo que produce estructuras, pautas, orden, organización. A su vez, las nuevas estructuras son fuente de nuevos tipos de dinamismo. Los dinamismos particulares no sólo interactúan, sino que se integran mediante procesos de «modelización» («patterning»). Y el entrelazamiento del dinamismo y la estructuración se relaciona con un concepto que ocupa un lugar cada vez más central en nuestro conocimiento de la naturaleza: la «información». Conocemos la importancia de la información genética en el ámbito biológico, pero también puede hablarse de información en muchos otros fenómenos biológicos y en los demás niveles; las pautas estructurales y dinámicas pueden considerarse como el almacenamiento y el despliegue de una información que guía los procesos naturales.

Los procesos naturales no son indiferenciados. Se caracterizan por una «direccionalidad» que se manifiesta en forma de «tendencias» y de «cooperatividad». Cualquier avance científico puede ser considerado como un conocimiento particular de la direccionalidad, puesto que señala los cauces posibles de los procesos naturales. Pero existen ejemplos especialmente significativos, que se refieren a la constitución de la materia desde sus niveles ínfimos y, por tanto, en todos los niveles. Este es el caso, por ejemplo, del «principio de exclusión» (formulado por el físico Wolfgang Pauli) de la física cuántica, según el cual dos partículas que sean fermiones (responden a la estadística de Fermi-Dirac) no pueden tener el mismo estado cuántico en un mismo sistema. Puesto que los componentes básicos de la materia son los leptones y los quarks, que son fermiones y por tanto siguen el principio de exclusión, de ahí resulta que la materia se encuentra estructurada, desde sus niveles ínfimos, de acuerdo con leyes muy específicas.

Este ejemplo y otros similares muestran que la naturaleza que conocemos es el resultado de leyes que tienen un carácter selectivo. Son muchos los factores que concurren en los procesos naturales y, en este sentido, se habla con frecuencia de la importancia del «azar». Pero se trata de un azar muy especial, puesto que las leyes fundamentales actúan en todos los niveles y permiten comprender cómo se organiza la materia para formar estructuras cada vez más complejas, desde las moléculas hasta los vivientes. En este contexto, se habla hoy día de la «auto-organización» de la materia.

Auto-organización

La emergencia de nuevas pautas es objeto de un especial interés en la actualidad, y a ella se refieren las teorías morfogenéticas ya mencionadas, que forman parte de un amplio tema que suele titularse la «auto-organización» de la naturaleza. (11*)

La cosmovisión actual nos presenta una naturaleza que se auto-organiza de acuerdo con pautas, desarrollando procesos que pueden calificarse como «creativos», mediante un despliegue del dinamismo natural que produce nuevas pautas de complejidad creciente. Una naturaleza en la cual, como ya se ha advertido, desempeña un lugar central el concepto de «información». La información se encuentra almacenada en estructuras, que a su vez son el resultado de anteriores despliegues de información. Ante la cosmovisión actual, la naturaleza no nos aparece como un conjunto de piezas heterogéneas y pasivas que deban ajustarse mediante acciones externas, sino más bien como un gran sistema que resulta del despliegue de un dinamismo articulado con estructuras espacio-temporales de acuerdo con niveles progresivos de organización.

Esta perspectiva conduce de la mano hasta los problemas relacionados con la finalidad, que en la actualidad vuelven a ser considerados como plenamente legítimos. Y la finalidad nos lleva hasta las puertas de la teología natural. Por tanto, la reflexión acerca de la racionalidad de la naturaleza a la luz de los conocimientos científicos actuales permite construir un amplio puente entre la ciencia y la fe.

El naturalismo pretende explicar la organización de la naturaleza recurriendo a la combinación ciega del azar y la necesidad, según la famosa expresión de Jacques Monod. Niega que exista ninguna dirección prefijada. El admirable orden de la naturaleza, que se extiende desde las estructuras microfísicas básicas hasta los mecanismos de la vida, el radar de los murciélagos y el cerebro humano, serían el simple resultado de variaciones al azar, lucha por la supervivencia y selección natural.

Si por «azar» entendemos la confluencia de líneas causales independientes, el azar ocupa, sin duda, un amplio lugar en el desarrollo de los procesos naturales. Resulta muy difícil, sin embargo, atribuirle un papel central. Aunque admitiéramos que se produce una fantástica proliferación de resultados al azar y que sólo sobreviven los más adaptados, todavía no habríamos comenzado a explicar cómo se forman los resultados que sobreviven y que constituyen la naturaleza que conocemos, entre los cuales nos encontramos nosotros mismos en cuanto a nuestro ser físico.

Por ejemplo, el desarrollo de los vivientes se basa en una prodigiosa cooperación de principios constitutivos y reguladores, y en este contexto se habla de «genes inteligentes» para designar aquellos genes que, en cada momento, dictan las instrucciones necesarias para que se realicen o se interrumpan los procesos que se encuentran en la base de la vida. Los espectaculares avances de la biología molecular en las últimas décadas nos permiten conocer los fantásticos procesos que se desarrollan rutinariamente en los vivientes, y que incluyen millones de interacciones enormemente específicas y cooperativas. La comunicación entre las células, la formación y el funcionamiento de los órganos y sistemas, así como los demás procesos biológicos, se basan en la codificación, almacenamiento, transmisión, interpretación e integración de una información que se encuentra materializada en soportes físicos.

Por tanto, los conocimientos actuales permiten atribuir a la naturaleza una «inteligencia inconsciente» y, si bien esta expresión tiene un carácter metafórico, refleja una situación real. Incluso si suponemos que los resultados actuales son sólo una ínfima parte de los que se han producido a lo largo de la evolución, no es fácil comprender cómo se han llegado a producir. El naturalismo niega que exista nada sorprendente en todo ello; sin embargo, si reflexionamos objetivamente sobre los resultados del progreso científico, encontramos motivos que apoyan la actitud de asombro ante la naturaleza.

Teleología

La direccionalidad atraviesa los procesos naturales y se manifiesta sobre todo en forma de tendencias y de cooperatividad. Desde luego, nuestra existencia y la de la entera naturaleza es contingente: si se hubieran dado otras condiciones o si las leyes fuesen diferentes, no existiría el orden actual. Más aún: hoy día sabemos que nuestro pequeño mundo depende de modo crucial de la energía que nos llega del Sol, y podemos asegurar que, dentro de un tiempo, nuestra vida en la Tierra ya no será posible. En definitiva, el orden natural que conocemos es contingente. No es, por tanto, un resultado inevitable del dinamismo natural. Pero no existiría si ese dinamismo no poseyera su característica direccionalidad.

En este contexto, el argumento teleológico para probar la existencia de Dios a partir de la finalidad natural cobra nuevo interés. La quinta vía tomista afirma que los seres naturales desprovistos de inteligencia actúan, de modo no deliberado, en vistas a un fin, lo cual se comprueba porque actúan de acuerdo con pautas regulares y de tal modo que consiguen resultados óptimos. La constancia sirve para descartar que los resultados se deban principalmente al azar, y la referencia a los resultados óptimos apunta hacia la organización admirable de la naturaleza que intentamos explicar. El argumento concluye que la actuación de los seres naturales remite al plan de una inteligencia superior: la «inteligencia inconsciente» de la naturaleza remite a una inteligencia consciente. Si además se tiene en cuenta que la actividad de los seres naturales responde a su modo de ser propio, puede concluirse que esa inteligencia superior es la de un Dios personal creador.

La quinta vía fue formulada hace siete siglos, cuando se admitía una cosmovisión que, en no pocos aspectos, ha sido superada. Sin embargo, sus líneas básicas adquieren un nuevo valor cuando se consideran a la luz de la cosmovisión actual. Más que nunca, el hombre aparece como la cumbre de un sistema de leyes, entidades y niveles cooperativos, de acuerdo con una direccionalidad que, si no encuentra su razón en sí misma, debe remitir a un plan superior. Y es fácil advertir que los antiguos defensores del argumento teleológico, si viviesen en la actualidad, verían con enorme satisfacción los avances científicos que ensanchan considerablemente la base empírica de esa prueba.

En efecto, ya no se trata sólo, y era mucho, de los instintos de los animales que no razonan. La ciencia actual nos presenta un mundo en el cual la materia, desde sus estratos ínfimos, se organiza en pautas coherentes muy variadas y específicas que, a su vez, constituyen la base de nuevas pautas de orden superior, y la producción de nuevas pautas en nuevos niveles de complejidad forma una sucesión ininterrumpida a lo largo de muchos escalones. Utilizando un lenguaje deliberadamente antropomórfico, podemos decir que los leptones, entre los que se cuentan las partículas básicas que constituyen los átomos, «saben» que sólo pueden reunirse respetando en principio de exclusión de la física cuántica, y esto explica la organización específica de los componentes básicos de la materia. Si damos un salto hasta la biología molecular, encontramos genes que, como ya hemos visto, son calificados como «genes inteligentes», porque indican con gran precisión cuándo se han de comenzar e interrumpir las complejas operaciones bioquímicas que se encuentran en la base del funcionamiento de cualquier viviente. Los ejemplos de la organización espontánea de la naturaleza en todos sus niveles se pueden multiplicar sin dificultad.

Parecería como si volviéramos a encontrar la idea de materia de los presocráticos, una materia animada y viviente en todos sus niveles, atravesada por la inteligencia y portadora de dimensiones divinas. Cuando se pretende explicar la naturaleza recurriendo exclusivamente a las variaciones al azar y a la selección natural, se deja sin respuesta el interrogante principal: ¿cómo se explica que la materia, en todos sus niveles, posea la capacidad de organizarse en pautas enormemente específicas, que forman una gradación continua ascendente cuya organización desafía a la imaginación? Si por azar entendemos la coincidencia accidental de causas independientes, deberemos admitir que en la naturaleza existen fuertes dosis de azar; pero el puro azar no explica las leyes fundamentales, las potencialidades reales, y la sinergía o cooperatividad que constituye uno de los ámbitos principales de la investigación actual.

El mecanicismo pretendió eliminar toda referencia a las formas y los fines, y consiguió crear la impresión, que todavía goza de cierta popularidad, de que esos conceptos eran ficticios, estériles y respondían a un antropomorfismo anti-científico. En la actualidad, sin embargo, el progreso de la ciencia muestra la importancia de los factores holísticos y direccionales. Se trata de una auténtica revolución conceptual que encuentra amplio eco en las reflexiones de los científicos. Y la teleología natural apunta hacia la acción de un Dios, a la vez inmanente y trascendente, que proporciona el fundamento radical de la racionalidad de la naturaleza.

El puente entre ciencia y fe es filosófico. No podría ser de otro modo, puesto que se trata de perspectivas heterogéneas, y para unirlas debe existir algo que posea elementos comunes con ambas. La filosofía de la naturaleza se relaciona con los supuestos e implicaciones de las ciencias, y proporciona la base para la reflexión metafísica: es, por tanto, un puente legítimo entre la ciencia y la fe. Resulta lógico que las nuevas perspectivas que la cosmovisión científica actual abre a la filosofía de la naturaleza proporcionen perspectivas igualmente nuevas para el diálogo entre las ciencias y la fe. (12*)

Nos equivocaríamos si contemplásemos ese diálogo bajo un punto de vista demasiado defensivo. Sin duda, existen equívocos que deben clarificarse con la paciencia que sea necesaria. Pero la cosmovisión científica actual invita a planteamientos audaces y positivos, plenamente coherentes con el contenido de la fe, y capaces de aportar luces nuevas a una situación cultural que las está esperando.

Cosmovisión científica y singularidad humana

Completaré mis reflexiones con algunas referencias a la persona humana. La singularidad humana se manifiesta en la actualidad, de modo privilegiado, a través del progreso científico. La ciencia experimental es una actividad en la cual instauramos un diálogo con la naturaleza, y ese diálogo sólo es posible gracias a las peculiaridades del ser humano. En efecto, la naturaleza no habla; se manifiesta sólo a través de hechos. Para que exista la ciencia, es preciso inventar procedimientos que nos permitan interrogar a la naturaleza y, además, obtener respuestas interesantes. Eso es lo que se consigue a través del método científico experimental.

Los conceptos, leyes y teorías de la ciencia son construcciones de la mente humana. No son el simple resultado de las observaciones, ni se obtienen utilizando procedimientos puramente automáticos. La ciencia experimental es posible gracias a la creatividad y a la capacidad argumentativa de la persona humana. Los experimentos han de ser planeados e interpretados. Sin duda, existe un orden natural independiente de nuestra consideración; pero si deseamos progresar en su conocimiento, debemos recurrir a construcciones y argumentos sumamente sofisticados. La creatividad científica es una de las principales manifestaciones de la singularidad humana. (13*)

Por otra parte, la cosmovisión científica actual permite también recuperar los elementos válidos del antropocentrismo, contemplando el puesto del hombre en el cosmos bajo una nueva luz. La continuidad de los niveles de la naturaleza, su dependencia mutua y su progresiva complejidad, la asombrosa cooperatividad que existe entre ellos, la profunda interconexión de los diferentes aspectos de la naturaleza, hacen posible nuestra existencia y pueden ser contempladas como condiciones de posibilidad para la aparición de ese ser enormemente singular que es la persona humana.

Sin embargo, cuando el cristiano afirma la existencia de un Dios personal que ha creado el mundo en vistas a la persona humana, podría quedar desconcertado ante la evolución cósmica y biológica. ¿Cómo se explica que nuestro planeta haya surgido como resultado de un proceso de miles de millones de años en el cual se han formado miles de millones de estrellas y galaxias?, ¿qué significa ese enorme dispendio de energías?, ¿cómo se comprende que el organismo humano sea el resultado de otro proceso, todavía más complejo, que atraviesa la entera escala biológica?

En realidad, la evolución cósmica puede ser contemplada como algo plenamente lógico suponiendo que Dios no ha querido crear el universo en un estado ya acabado, y que quiere contar con la cooperación de las causas naturales. La inmensa magnitud del universo ha podido ser necesaria para que se hayan producido, mediante procesos naturales, las condiciones necesarias para la existencia de un planeta como el nuestro, pequeño pero enormemente singular. La situación es semejante con respecto a la evolución biológica. En este caso, incluso el tiempo disponible parece demasiado corto. Las formas más elementales de vida suponen una complejidad fabulosamente superior a la que se encuentra en el nivel de la materia inorgánica. Las teorías sobre el origen de la vida en la Tierra han de suponer unas condiciones iniciales y unas leyes básicas que permitan la formación, en un tiempo relativamente breve, de la enorme complejidad que representan los vivientes primitivos. Los sucesivos procesos de mutación y selección deberán apoyarse en la existencia de tendencias y cooperatividad que nada tienen que ver con el puro azar.

En definitiva, la cosmovisión actual permite contemplar el mundo y el hombre como el resultado de una acción divina que no elimina la actividad de las causas creadas sino que, por el contrario, se complace en contar con ellas.

No me detendré en las amplias discusiones actuales acerca del «principio antrópico» y de sus implicaciones filosóficas (14*). Bastará recordar que, en cualquiera de sus formas, el principio antrópico subraya la singularidad de las condiciones que hacen posible nuestra existencia; por ejemplo, si las magnitudes y leyes básicas de la microfísica tuviesen valores ligeramente diferentes, resultaría imposible la existencia de estrellas como el Sol; por tanto, tampoco existiría la Tierra ni la vida que conocemos, ni existiríamos nosotros. Nuestra existencia depende de un ajuste extraordinariamente fino entre las magnitudes fundamentales de la física.

Se ha repetido hasta la saciedad que la ciencia ha mostrado la falsedad del antropocentrismo, según el cual ocupamos un lugar central en el cosmos. La existencia humana sería un mero accidente dentro de la historia cósmica y biológica. Sin embargo, la cosmovisión actual proporciona una perspectiva muy diferente. Todo parece extraordinariamente ajustado para que nuestra existencia sea posible. Antes me he referido a Paul Davies, que no es cristiano e incluso encuentra serias dificultades para admitir la existencia de un Dios personal; sin embargo, la reflexión sobre la cosmovisión actual le ha llevado a escribir que «el universo aparece como si se desarrollara de acuerdo con algún plan o bosquejo... Las reglas parecen como si fuesen el producto de un plan inteligente. No veo cómo puede negarse esto». (15*)

Davies no da, por el momento, el salto hasta la afirmación de un Dios personal creador. Este salto requiere una dosis mínima de metafísica y depende también de actitudes personales, puesto que implica una entera concepción de la vida humana. Por ello resulta todavía más ilustrativa su conclusión acerca de las implicaciones de la cosmovisión científica actual. Su último libro finaliza con estas palabras: «No puedo creer que nuestra existencia en este universo sea un mero capricho del destino, un accidente de la historia, una mera cresta incidental en el gran drama cósmico... no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas sin mente ni propósito. Está realmente previsto que estemos aquí» (16*). Pero, previsto ¿por quién?, ¿cómo puede sostenerse que no somos el simple resultado de fuerzas impersonales, sin afirmar la existencia de un Dios personal?

Las nuevas perspectivas

Evidentemente, la cosmovisión científica no conduce, por sí sola, a la afirmación de un Dios personal creador. Pero lleva de la mano hasta las puertas de esa afirmación, y muestra la validez de un antropocentrismo mucho más sofisticado que el de la antigüedad. Además, descubre que la naturaleza posee una inteligibilidad profunda que resulta plenamente coherente con la acción divina y que incluso la exige como su fundamento radical.

El puente entre la ciencia y la fe se apoya sobre la inteligibilidad de la naturaleza. La madurez alcanzada por las ciencias en la actualidad proporciona una cosmovisión que facilita en gran medida la superación de viejos equívocos que se basaban en una comprensión insuficiente de la ciencia, de sus supuestos y de sus logros, y proporciona un marco muy adecuado para comprender la naturaleza y la persona humana de un modo congruente con la fe cristiana.

La teleología tiene una importancia crucial para establecer puentes entre la ciencia y la fe (17*). Ciertamente, esta idea no es nueva. La novedad consiste en que, después de haber sido criticada durante varios siglos en nombre de la ciencia, la cosmovisión científica actual sugiere una reformulación de la teleología que le confiere un alcance, una profundidad y un rigor antes insospechados.

Los problemas en torno a la teleología pueden ser articulados en cuatro pasos sucesivos. Primero: en los procesos naturales existen «términos» que son alcanzados en virtud de un dinamismo propio. Segundo: esos términos pueden ser considerados como «metas», en la medida en que los procesos naturales son direccionales (muestran tendencias y cooperatividad), aunque las metas se alcancen de modo contingente, en función de las circunstancias. Tercero: esas metas poseen «perfección», «valor» o «bien», especialmente cuando se considera el sistema total de la naturaleza como una sucesión de niveles interrelacionados que hacen posible la vida humana. Cuarto: las metas se alcanzan mediante sutiles concatenaciones que suponen el almacenamiento, codificación, despliegue, transferencia e integración de información, todo lo cual apunta hacia una «racionalidad materializada» y, por tanto, hacia un «plan». La clarificación lógica de los problemas relacionados con la teleología requiere, de modo especial, que se otorgue una importancia central a las nociones relacionadas con «perfección», «valor» y «bien». (18*)

La perspectiva que hemos esbozado nada tiene que ver con concordismos basados en interpretaciones simplistas de la ciencia; por el contrario, exige una penetración profunda en el significado de la actividad científica, de sus supuestos y de sus logros. Tampoco se trata de una interpretación rígida y monolítica; más bien muestra la posibilidad de construir puentes que permiten relacionar la ciencia y la fe, pero su construcción admite diferentes modalidades de acuerdo con los diversos puntos de vista que en cada caso se adopten. Por otra parte, si bien se basa en el estado actual de las ciencias, apunta hacia supuestos e implicaciones generales que trascienden las circunstancias particulares del momento. Parece lógico concluir que nos encontramos ante una nueva situación cultural que permite establecer, sobre bases sólidas, una cooperación entre ciencia y fe que esté a la altura de las exigencias de nuestra época.

Notas

  1. Se encuentra una muestra reciente de las diferentes opiniones de los científicos acerca de estos temas en: H. Margenau - R. A. Varghese, Cosmos, Bios, Theos. Scientists Reflect on Science, God, and the Origins of the Universe, Life and Homo sapiens, Open Court, La Salle (Illinois) 1992. Resulta particularmente interesante el prólogo de Varghese (pp. 1-26). Sobre el planteamiento general de las relaciones entre ciencia y trascendencia, cfr.: M. Artigas, «Science and Transcendence», en: E. Agazzi (editor), Science et Sagesse, Editions Universitaires, Fribourg 1991, pp. 87-101.
  2. P. Davies, The Mind of God . Science and the Search for Ultimate Meaning, Simon & Schuster, London 1992, pp. 14-15.
  3. Cfr. P. Davies,God and the New Physics, Dent, London 1983, p. IX.
  4. P. Davies, The Mind of God, cit., pp. 20-21. Cfr. también p. 148.
  5. Ibid., pp. 162 y 191.
  6. Cfr. M. Artigas, «Three Levels of Interaction between Science and Philosophy», en: C. Dilworth (editor),Intelligibility in Science, Rodopi, Amsterdam 1992, pp. 130-134.
  7. Los aspectos epistemológicos, especialmente los que se refieren a la verdad, la objetividad y la fiabilidad de las ciencias, se encuentran analizados en: M. Artigas, «Objectivité et fiabilité dans la science», en: E. Agazzi (editor),L'objectivité dans les différentes sciences, Editions Universitaires, Fribourg (Suisse) 1988, pp. 41-54;Filosofía de la ciencia experimental, Ediciones Universidad de Navarra, 2ª ed., Pamplona 1992.
  8. Estos temas se encuentran amplamente desarrollados en: A. Boutot,L'invention des formes, Editions Odile Jacob, Paris 1993, donde se afirma que los estudios actuales sobre la morfogénesis implican un importante cambio de paradigma en nuestra idea de la naturaleza y en nuestras relaciones con ella.
  9. En esta línea, Paul Davies afirma que estamos asistiendo a un cambio de paradigma que significa el abandono del reduccionismo en favor del holismo, y que se trata de un cambio tan importante como el que más en la historia de la ciencia: cfr. P. Davies - J. Gribbin, The Matter Myth, Penguin Books, London 1992, pp. 22-23.
  10. Estas ideas se encuentran articuladas ampliamente en: M. Artigas, La inteligibilidad de la naturaleza , Eunsa, Pamplona 1992. Algunas de ellas están expuestas, de modo más breve, en mi libroEl hombre a la luz de la ciencia , Ediciones Palabra, Madrid 1992.
  11. Las publicaciones actuales sobre este tema son numerosas. Puede verse un panorama que que se extiende a un amplio espectro de temas en: P. Dumouchel - J. P. Dupuy (editores),L'auto-organisation. De la physique au politique, Colloque de Cerisy, Editions du Seuil, Paris 1983.
  12. Para comprobar hasta qué punto puede hablarse de un renacimiento actual de la filosofía de la naturaleza, lleno de importantes implicaciones, puede verse: F. Guéry, «Une philosophie de la nature d'aujourd'hui», en: A. Jacob (editor),Encyclopédie Philosophique Universelle, Presses Universitaires de France, vol. I, L'univers philosophique, Paris 1989, pp. 454-461.
  13. Cfr. M. Artigas, «Scientific Creativity and Human Singularity», en: C. Wassermann - R. Kirby - B. Rordorff, The Science and Theology of Information, Labor et Fides, Genève 1992, pp. 319-326.
  14. Puede verse al respecto: J. D. Barrow - F. J. Tipler, The Anthropic Cosmological Principle, Clarendon Press, Oxford 1986.
  15. P. Davies,The Mind of God, cit., pp. 124-125.
  16.  Ibid., p. 232.
  17. Resultan ilustrativas al respecto las observaciones contenidas en: E. T. Oakes, Final Causality: A Response, Theological Studies, 53 (1992), pp. 534-544, aunque no atribuyan al argumento teleológico un valor demostrativo.
  18.  Esta idea queda subrayada en: M. Bedau,Where's the Good in Teleology?, Philosophy and Phenomenological Research, 52 (1992), pp. 781-806, donde se encuentra un interesante análisis lógico que, sin embargo, se aplica de modo demasiado restringido.