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Ciencia y fe ante el tribunal de la razón

Autor: Santiago Collado González. Subdirector del grupo de investigación "Ciencia, razón y fe" (CRYF) de la Universidad de Navarra
Publicado en: Introducción a dos temas en el volumen: Temas de Actualidad Familiar, Movimiento Familiar Cristiano, Toledo 2010, pp. 77-80.
Fecha de publicación: 24 de agosto de 2010

El nacimiento de la ciencia experimental, que tuvo lugar durante los siglos XVI y XVII, supuso una auténtica revolución en nuestro modo de pensar la Naturaleza. Aunque sus éxitos justificaron su rápida difusión, sin embargo, su aceptación no fue pacífica en todas las instancias de la sociedad. La aparición de la ciencia empírica introdujo un elemento perturbador en el debate ya existente sobre fe y razón.

Aunque en un primer momento, por la ayuda que podría prestar en la defensa racional de la fe, la nueva racionalidad científica fue acogida con júbilo y esperanza, pronto sin embargo, fue empleada por algunos para tratar de mostrar que la fe era innecesaria para explicar la realidad humana y la del mundo. Desde entonces el debate fe-razón fue siendo desplazado por el debate ciencia-fe.

Una visión muy simplista de este debate, que se desarrolló sobre todo en el siglo XIX, presenta a ambas instancias en constante combate. Es cierto que se han producido fricciones desde el principio. Paradigmático fue el caso Galileo que, como muy bien ha puesto de manifiesto el profesor Artigas en su trilogía sobre Galileo, sirvió a la Iglesia Católica para iniciar un proceso de comprensión y profundización en las relaciones entre ciencia y fe, como caso particular de las relaciones entre fe y razón: un diálogo sobre el que la Iglesia ya tenía secular experiencia. No cabe duda de que este caso, que todavía despierta interés, tuvo que ver con la mesurada posición de la Iglesia en lo que se podría considerar el segundo gran enfrentamiento entre ciencia y fe, esta vez protagonizado por el darwinismo. En el caso Galileo se cometieron errores por los que Juan Pablo II abrió una comisión de investigación, analizada por Artigas en el libro "Galileo y el Vaticano", y por los que Juan Pablo II pidió perdón cuando la comisión concluyó sus trabajos.

El enfrentamiento del darwinismo con la religión ha tenido mayores proporciones. Pero en este caso ha sido desde el ámbito protestante donde se ha sentado a la ciencia en el banquillo ante el tribunal de la fe. El debate abierto en Estados Unidos en el inicio del siglo XX entre darwinismo y creacionismo es la expresión de este enfrentamiento en el que, inicialmente, la ciencia fue encontrada culpable.

Hay un modo de entender la fe que nace de la crisis escolástica previa al renacimiento, el nominalismo, que la aísla de la razón y la constituye en una instancia separada e irracional. Este fenómeno ha sido lúcidamente delatado por Benedicto XVI, entre otros lugares, en su discurso de Ratisbona. Cuando la fe no busca entender, como predicaron con su ejemplo los grandes maestros medievales ("fides quaerens intelectum" de S. Anselmo), y se concibe como una especie de muro que la razón no tiene derecho, ni puede franquear, entonces es fácil que esa fe, constituida en instancia independiente de la racionalidad, se convierta en fundamentalismo. Es el tribunal de la razón el que acaba desacreditando al fundamentalismo, como ha ocurrido, por ejemplo, en el debate Creacionismo-Evolucionismo.

El querer entender la fe, por supuesto, no implica tener la pretensión de agotar la verdad revelada, sino abrir la razón a un ámbito más amplio que el que pone ante los ojos de nuestro entendimiento la desnuda experiencia.

El fundamentalismo es una de las patologías que nacen de una deficiente articulación de la ciencia, la razón y la fe. Cuando la ciencia se erige en razón suprema, en juez de la verdad, entonces es la patología del cientificismo la que nos sobreviene. Esta constituye hoy un peligro no menor que la anterior. El problema de fondo consiste en reducir toda la racionalidad a lo que nos puede decir la ciencia sobre la realidad. Erigir a la ciencia en un conocimiento total, en toda la verdad, conduce finalmente a instalar al hombre en la irracionalidad y a convertir a la misma ciencia en un enemigo para el hombre. La historia se ha encargado de demostrarlo en el siglo pasado. Entonces también queda definitivamente desconectada del conocimiento que proviene de la religión revelada y, consiguientemente, ciencia y fe, o son enemigos, o la enemistad se resuelve mal, de manera muy simple, diciendo que nada tienen que ver la una con la otra.

Autores como Mariano Artigas ponen de manifiesto cómo la razón en su más amplio sentido, la filosofía, es puente entre la ciencia y la fe. Ninguna de las tres instancias es reducible a las otras dos, ni puede desarrollarse de una manera independiente de las demás. La ciencia puede ser camino hacia Dios y la fe revelada. Recientemente lo han testimoniado personajes como Antony Flew o Francis Collins. En ambos casos el punto de partida de sus respectivas conversiones del ateísmo o de la indiferencia ha sido precisamente la biología actual. La ciencia, en definitiva, es ejercicio de la razón.

Pero la razón, en particular la filosofía, merece su nombre, es razonable, cuando mantiene su apertura hacia lo verdadero de una manera desinteresada, no porque lo verdadero sea útil, sino porque es verdadero. Debe reconocer aquello que es verdadero en las otras instancias, en particular la instancia de la fe, debe respetar el misterio propuesto por la fe cuando sus propuestas trascienden el alcance de la razón sin desistir en su intento de entenderlas cada vez mejor. Desistir en el propósito de entender cada vez mejor la verdad del mundo, del hombre y de Dios constituiría la muerte de la racionalidad. Y su muerte dejaría a la razón en manos de la ideología de moda o del poder dominante, o de un pensamiento cientificista o fundamentalista. Sería la renuncia a lo que más propiamente nos pertenece.