¿A qué se llama determinismo en física?

¿A qué se llama determinismo en física?

Autores: Santiago Collado (Universidad de Navarra) y Héctor Velázquez (Universidad Panamericana, México)
Publicado en: Vanney C, Franck JF, eds. ¿Determinismo o Indeterminismo? Grandes preguntas de las ciencias a la filosofía. Rosario: Logos; 2016, p. 39-66. (20-01-2017)

A lo largo de la historia diversas nociones fueron asociadas al determinismo. Términos como fatalismo, causalidad, legalidad o predictibilidad, condujeron a una visión determinista del mundo natural, convirtiendo el determinismo en una noción polifacética, pues cada una de estas caracterizaciones enfatiza aspectos diversos. El interés por el determinismo es anterior a la aparición de la ciencia moderna y, en particular, precede al nacimiento de la física experimental. En su dimensión más profunda, manifiesta el contraste que percibimos entre nuestra experiencia interior y la experiencia que tenemos de los fenómenos físicos. En definitiva, lo que está en juego en el debate sobre el determinismo no es otra cosa que la existencia misma de nuestra libertad (Loewer 2008, 328).

Fue un planteamiento más bien moderno el que dividió la realidad en dos mundos: el de la libertad y el de la necesidad (como propusieron Descartes y Euler); frente a cuya oposición  algunos intentaron una reconciliación al convertir la libertad en otra cara de la necesidad (Spinoza y Leibniz); mientras que otros más consideraron la causalidad física de la naturaleza como una mera proyección mental, que al final implicaba la negación total de la libertad (como en Hobbes y Hume) (Arana, 2005). Bajo este principio, las acciones humanas también serían el resultado de causas perfectamente determinadas que condicionarían a tal grado los sucesos futuros, que estos serían tan fijos e inamovibles como los pasados.

Pareciera que el indeterminismo o el determinismo es la noción que nos autoriza o nos prohíbe hablar de libertad desde la ciencia. Estas cuestiones han sido, y parece que serán siempre, un desafío para nuestra razón. Encierran una tensión que se manifiesta en la aporía de una libertad que quiere ser conquistada gracias al ejercicio de un control completo sobre el mundo físico, para descubrir luego –cuando pareciera que estamos en condiciones de alcanzarlo– que este logro nos arrebata precisamente la libertad.

El fatalismo comparece en la historia del pensamiento como una manifestación del anhelo de una libertad que es reconocida, pero que contrasta con otros factores que la dejan fuera de nuestro alcance, como el destino trágico en el pensamiento griego, o el reconocimiento de la existencia de unas regularidades que quizás podemos predecir, pero que se nos imponen desde una instancia inevitable, haciendo de nuestra libertad una simple apariencia. El fatalismo expresa el pesimismo que se cierne sobre nosotros cuando descubrimos que nuestra libertad resulta ilusoria. Tan fatalista es una libertad arrebatada por un destino escrito por los dioses y que, por tanto, escapa a nuestro control, como concluir que nuestras decisiones y creencias son dictadas por la misma naturaleza que aspirábamos a controlar.

El conocimiento previo de los acontecimientos futuros (por ejemplo, como resultado de la omnisciencia divina) haría de los sucesos presentes situaciones tan determinadas y necesarias, que difícilmente podría diferenciarse entre el pasado, el presente y el futuro. Esta fue una preocupación presente lo mismo en el pensamiento antiguo (los hados homéricos eran descritos como seres con poderes sobre el futuro), que en el medieval y moderno. Actualmente, hay quienes pretenden fundamentar en la indeterminación de la mecánica cuántica la existencia de la libertad, de modo que la ausencia del determinismo físico sería un ejemplo de la posibilidad de la indeterminación propia de la libertad. Leibniz ya se había opuesto a la concepción de lo indiferente como condición de posibilidad para la libertad (que entendía como la acción exenta de coacción), pues creía que no era necesario postular la ausencia de razón en la elección entre una opción y otra para que el alma fuera libre, ya que siempre habría una razón suficiente que nos inclinaría en las decisiones. A diferencia de la necesidad absoluta (aquella en la que lo opuesto implica contradicción, como en las matemáticas, la metafísica o la lógica), Leibniz reconocía una necesidad hipotética propia de la moral (Leibniz 1990). De cualquier modo, la pretensión de que la indeterminación física sea la base de la indeterminación de la libertad reduce la noción de causalidad a su sentido cuantificable, heredera del mecanicismo; además de que confunde la libertad o el libre arbitrio con las opciones que se presentan a elección.

Abrazar o no hoy un cierto neo-fatalismo dependerá, en gran medida, de las averiguaciones que hagamos sobre el alcance del determinismo. Según la Real Academia de la Lengua Española, el determinismo cuenta con dos acepciones. La primera dice así: “Teoría que supone que el desarrollo de los fenómenos naturales está necesariamente determinado por las condiciones iniciales” (RAE, 23ª edición). En la segunda, el Diccionario afirma que se trata de una “doctrina filosófica según la cual todos los acontecimientos, y en particular las acciones humanas, están unidos y determinados por la cadena de acontecimientos anteriores” (RAE, 23ª edición). Obviamente, ambas acepciones proponen una doble perspectiva del determinismo: la científica y la filosófica.

Lo cierto es que ambas disciplinas utilizan metodologías diversas, aportando al conocimiento de las cada vez más ricas experiencias que tenemos de la realidad. Así, el análisis sobre qué dice la física y qué dice la filosofía sobre el determinismo, nos brinda una nueva oportunidad para discernir aquello que es metódicamente congruente con cada una de estas disciplinas. Pero también nos exige subrayar la estrecha relación e interdependencia que existe entre ambas perspectivas, pues ambos tipos de conocimientos provienen y nos hablan de la misma y única realidad que, en su plural comparecencia como verdad a nuestra experiencia, nos obliga a lanzar diferentes redes para atraparla.

1. Nociones en pugna ¿Quién llamó primero?

La determinación, la estabilidad y la regularidad naturales, han sido tradicionalmente objeto de la investigación filosófica. El pensamiento aristotélico describía los fenómenos naturales como una mezcla entre procesos necesarios (que no podían ser de otra manera), regulares (que mantenían una estructura y regularidad constante en el tiempo), y azarosos (difícilmente explicables o predecibles porque su suceder dependía de una combinación de circunstancias del todo irregular). Esta triple descripción ha sido recogida con diferentes matices a lo largo de las diversas escuelas de pensamiento occidental, pero con una constante: dar cuenta de la estructuración y la regularidad.

Una primera dificultad con la que nos encontramos, y no pequeña, en la caracterización del determinismo es discernir los matices que añaden otras nociones a las que se lo suele asociar, como son las de causalidad, legalidad o predictibilidad. Algunas de ellas fueron empleadas desde el mismo nacimiento de la filosofía y, a lo largo de la historia, también han ido cambiando su significado o, al menos, han incorporado nuevas perspectivas relevantes. Basta con asomarse a las páginas de Los sótanos del universo (cfr. Arana 2012, 61 y ss.) para darse cuenta de las dificultades que encierra, por ejemplo, intentar comprender la evolución que experimentó la noción de causa. Para sortear esta dificultad, al menos en parte, vamos a hacer una reflexión sobre estas nociones en tres contextos que, según nuestra opinión, han supuesto un verdadero cambio de perspectiva a lo largo del tiempo.

Es interesante observar que, en la filosofía de la ciencia contemporánea, el interés por el determinismo (o por el indeterminismo) ha cobrado una importancia especial. Además de las razones con resonancias antropológicas ya aducidas, o quizás más bien en conexión con ellas, dicho interés procede de los nuevos escenarios indeterministas propuestos por la física a inicios del siglo veinte, que se opusieron a los previamente dominantes. Si bien nuestro interés en este capítulo se centra en el estudio del determinismo, veremos que su comprensión no es independiente de otras nociones como las de causa, ley y predicción. Más aún, veremos que la suerte del determinismo depende de la del resto de sus compañeras de viaje.

Es patente que varios siglos de ciencia, y bastantes más de filosofía, han dejado una impronta en el lenguaje que empleamos ordinariamente y que configura la cosmovisión imperante en cada tiempo. También la sensibilidad de cada época, y los problemas propios de cada generación, orientan la reflexión sobre qué han aportado a la historia del pensamiento ambas perspectivas. Al seguir el rastro en la historia del pensamiento a las nociones de causa, de ley y de predicción, se puede constatar que no todas han tenido siempre la misma importancia. En los diferentes períodos históricos unas nociones han sido prioritarias respecto de otras; la prioridad, además, ha ido cambiado a lo largo del tiempo; y las explicaciones de la realidad física y, en particular, la comprensión de la determinación y del determinismo, descansan principalmente sobre las nociones que en cada momento han asumido un protagonismo mayor.

En nuestra opinión, son dos las nociones especialmente relevantes, que se han disputado la prioridad en la afirmación o en la negación del determinismo: la noción de causa y la noción de ley. Pues la respuesta a la cuestión del determinismo depende en gran medida de si son las causas las que dan razón de las leyes, o de si son las leyes las que explican las causas. Concretamente, veremos cómo en función de la prioridad otorgada a estas dos nociones, y de cómo se las caracteriza, es posible distinguir tres períodos en la historia del pensamiento. Además, si bien estos periodos no tienen unos límites totalmente definidos, también es posible encontrar personajes que encarnan de una manera paradigmática la cosmovisión reinante en ellos. Así, aunque no son los únicos ni incluso quizás los más importantes, consideramos dignos representantes de cada uno de ellos a Aristóteles, a Newton y a Heisenberg.

El paso de Aristóteles a Newton está marcado por un cambio de prioridad, que se desplaza de la noción de causa a la noción de ley. Ese cambio de prioridad llega en algunos autores al extremo de entender que son las leyes las verdaderas causas que determinan el comportamiento del mundo físico. En los términos empleados por el profesor Arana, causa y ley son categorías de determinación (Arana 2012, 66). Cada una de ellas es propuesta para explicar los movimientos de la realidad física en contextos intelectuales diferentes. Esto hace perfectamente razonable que se pueda poner la prioridad en una u otra y, aunque quizás esto ya no sea tan fácil de percibir, que dicha alternativa introduzca un cambio en la consideración de la determinación en la naturaleza.

A partir de Newton la prioridad de la noción de ley quedó bien establecida para dar cuenta de los fenómenos físicos. De manera que el paso de Newton a Heisenberg no implica un cambio de prioridades entre las nociones de causa o de ley, sino un cambio en las características de las leyes físicas. Pues las nuevas leyes no permiten predecir con certeza, sino dentro de un rango de probabilidad. Este nuevo paso es introducido por la necesidad de explicar fenómenos antes desconocidos, para los que las leyes de la mecánica clásica se mostraron insuficientes. Son necesarias nuevas leyes, y ellas imponen una nueva visión de los problemas vinculados al determinismo. Si las leyes de la mecánica newtoniana estaban formuladas para explicar los fenómenos al alcance de nuestra experiencia directa de la realidad, los fenómenos estudiados por la mecánica cuántica escapan a esa observación directa, e incluso parecen desafiar el sentido común o las conclusiones que provienen de una observación inmediata de la realidad.

En este nuevo período, en nuestra opinión, se consuma la sustitución de la prioridad de la noción de causa por la de ley. Pues parecería que para dar cuenta racional de los fenómenos sólo se requieren las leyes físicas. Así, para alcanzar una comprensión mayor sobre el determinismo de la naturaleza es necesario interrogar a las leyes de las nuevas teorías físicas, cuyos formalismos requieren, además, una interpretación.

El hecho de que las leyes de la ciencia sean ahora las protagonistas, asumiendo el papel de darnos razón de la realidad, tiene importantes consecuencias también para la filosofía. Posiblemente sea ésta una de las razones por las que la filosofía de la naturaleza perdió peso dentro de la filosofía a favor de la filosofía de la ciencia durante  el siglo XX, centrando la investigación filosófica en el análisis de las leyes utilizadas por la ciencia para describir la naturaleza.

Resumiendo lo expuesto hasta el momento, podríamos decir que el estudio del ‘determinismo’ permite una mayor comprensión del mundo físico y de nuestra relación con él. Hay tres nociones de las que dependen principalmente las diversas respuestas que se suelen dar a la cuestión del determinismo: la noción de causa, la de ley y la de predicción. Finalmente, afirmamos que las nociones de causa y de ley se disputaron a lo largo de la historia la prioridad respecto a la comprensión de la realidad física; y que el hecho de otorgar la prioridad a una u a otra ha dado lugar a un cambio de escenario en el que podemos distinguir tres etapas históricas relevantes en la consideración del determinismo. Las hemos etiquetado con nombres de tres personajes representativos: Aristóteles (primacía de la causalidad), Newton (primacía de las leyes de la naturaleza) y Heisenberg (la interpretación del formalismo).

2. Aristóteles. Primacía de la causalidad

Las nociones que verdaderamente tocan el nervio de la realidad física son, para Aristóteles, las nociones de sustancia, esencia y causalidad. Entre ellas hay una estrecha relación en la que, lógicamente, no nos podemos detener en este trabajo. La gran advertencia del esquema causal que Grecia legó a Occidente radica en que la determinación no se explica unívocamente. Nos permite preguntarnos tanto sobre lo que ocurre como lo que simplemente existe, ya sea en un sentido temporal o de orden o secuencia, sin dejar fuera los factores cualitativos o cuantitativos que rodean a los fenómenos y su determinación. El esquema tetracausal aristotélico permitió concluir que la determinación no puede ser explicada aislada de los movimientos o procesos que desencadena ni de los resultados a que se dirige.

Las causas material, formal, eficiente y final son principios y, por tanto, no son categorías que puedan reducirse entre sí. En particular, si la causa formal es en la filosofía aristotélica una categoría de ‘determinación’, la causa material es un principio de ‘indeterminación’. Así, los movimientos físicos son para Aristóteles el resultado de una dualidad acto-potencia, que conjuga determinación e indeterminación.

Aristóteles abordó la noción de la materia prima o causa material en diferentes lugares de su obra. Cuando la describe queda manifiesta la lucha que sostiene contra el lenguaje de su época, insuficiente para expresar lo que él piensa sobre dicho principio causal. Entre algunas de sus descripciones de la materia incluso parece no haber demasiada relación. En lo que sigue reproducimos tres fragmentos de su obra en los que se puede adivinar esta dura pugna (las traducciones están tomadas de Cencillo 1958):

“Llamo materia al sujeto primero de cada ser, elemento inmanente y no accidental de la generación y en el que, en caso de corromperse, se resuelve últimamente” (Física I, 192 a 31-33).

“Llamo materia a lo que en sí mismo no se conceptúa como algo determinado, ni cuánto, ni [afectado] por ninguna de las demás [categorías] por las que se determina el ser” (Metafísica Z 3, 1029 a 20).

“La posibilidad de ser y de no ser cada uno [de los seres generables], esto es la materia en cada uno” (Metafísica Z 7, 1032 a 21-22).

Es decir, para Aristóteles la materia prima es la causa de un modo de ser al que llamamos por esto material. Se trata, por tanto, de pensar en la materia no como una cosa propiamente dicha sino como un ‘principio’. Esto queda especialmente manifiesto en la tercera caracterización, en la que se explica la materia como “la posibilidad de ser y de no ser”. El pensar dicha posibilidad como una de las causas en las que se resuelve nuestra comprensión última del movimiento físico resulta clave para nuestro discurso. En esta posibilidad o potencialidad ‘intrínseca’ consiste el modo de ser que conocemos como material.

Por otra parte, la determinación fue descrita y estudiada durante siglos bajo el concreto de causa formal, es decir, forma entendida como una cierta proporción entre las partes de un todo que se mantiene como tal en el tiempo; capaz incluso de perder o incorporar elementos sin colapsar la configuración estable que le dio origen y mantiene su permanencia. El eidos griego o la forma latina, buscaban expresar, desde tiempos del pensamiento antiguo y medieval, tanto el tipo de existencia de las partes integradas en un todo en clave de unidad, como los principios de interacción entre ellas. La noción de causa formal o determinación formal permitió comprender por qué realidades disímbolas, aparentemente inconexas, podían mantener relación, sincronía, homogeneidad y estabilidad en el tiempo.

La forma se constituyó, así, en una noción verdaderamente afortunada, pues una vez que la presencia de partes en interacción dentro de un todo mostraba estabilidad en el tiempo, esa forma o causa formal exigía para una mejor comprensión asociarse con los otros factores causales: la composición (causa material), los factores que lo produjeron (causa eficiente) y las tendencias desprendidas a partir de su existencia y determinación (causa final).

Aristóteles reconoció en la realidad física del mundo que nos rodea (el mundo sublunar en su cosmovisión) y en sus movimientos el influjo de la causa material y, por recibir esta última la consideración de principio, la realidad material se encuentra intrínsecamente indeterminada. Es decir, se podría decir que la realidad física es ontológicamente indeterminista, significando que posee indeterminación o potencialidad real, y no solamente lógica. Dicho con otras palabras, las cosas pueden llegar a ser esto, pero también pueden llegar a ser una cosa distinta: ser (esto) o no ser. En el ámbito físico no habría, por tanto, necesidad.

Para Aristóteles la necesidad se encuentra en el pensamiento y, más en concreto, en los axiomas propios del pensar. La necesidad pertenece propiamente a los primeros principios del pensar, como el principio de no contradicción. Este aspecto del pensamiento aristotélico es muy destacable, pues delimita bien el ámbito de lo necesario y de lo contingente. Todo lo que está sometido al influjo de la causa material escapa a la necesidad. La geometría, en cambio, con la perfección de sus formas y su necesidad, no parece ser la descripción más adecuada de lo que posee la imperfección y la potencialidad propia de la materia. Así, ninguna de las cuatro causas, en cuanto que son principios, se deja atrapar ni por la perfección de las figuras geométricas ni por la exactitud de los números. Los cuerpos del mundo celeste admiten la necesidad y, por tanto, la predicción de sus trayectorias, descriptas mediante movimientos circulares. La predicción, en el mundo griego, es posible en la región del cosmos cuya sustancia es el éter. Es el movimiento del mundo celeste, por su proximidad con el movimiento propio del motor inmóvil, el que puede ser descrito numérica y geométricamente y el que, consiguientemente, admite la predicción. En el mundo griego las matemáticas se utilizan donde se descubre regularidad y necesidad.

Por otra parte, en la Grecia antigua la ciencia no se distinguía claramente de la filosofía, de la que formaban parte, a su vez, tanto la física como la biología o la metafísica. La física era por tanto un saber filosófico, aunque también incluía ámbitos temáticos que podríamos hoy calificar de científicos. Aristóteles dedicó una especial atención a la biología y la observación de los seres vivos fue una de sus principales fuentes de inspiración. Algunas de sus experimentaciones –como los estudios de la embriología del polluelo (Harré 1981: 25-31)– son modelos en su género también para el científico de hoy.

Para Aristóteles los movimientos más interesantes no eran los movimientos de los seres inanimados, sino los movimientos de los seres vivos (seres que poseían ‘alma’): nacer, crecer, alimentarse, morir... Pero la distinción aristotélica entre lo cualitativo (perteneciente al accidente cualidad) y lo cuantitativo (perteneciente al accidente cantidad) impidió la pretensión de expresarlos en términos matemáticos, pues hubiera implicado renunciar al ‘verdadero’ conocimiento de la realidad. Las matemáticas, y en particular la aritmética, son un conocimiento que se refiere a una de las categorías aristotélicas: al accidente cantidad. La categoría aristotélica de sustancia, por ejemplo, no puede expresarse matemáticamente.

Así, en su investigación sobre el movimiento y sobre el fundamento de lo real Aristóteles no privilegió el lenguaje matemático, ni buscó formular matemáticamente leyes de la naturaleza, como haría luego la modernidad. Para los aristotélicos, ley era la norma que debe guiar la acción humana. Su cumplimiento mejora al ser humano, mientras que su rechazo e incumplimiento lo degrada. Es claro que la noción de ley, tal como la entendemos hoy, no se aplicaba entonces al ámbito de la física. Menos aún si se considera que las leyes físicas formuladas matemáticamente sólo pueden expresar aspectos de la realidad relacionados con la extensión y la cantidad, en tanto que son accidentes de la sustancia.

Sin embargo, para el estudio de algunos temas, la aproximación metódica del pensamiento griego se acercó a la ciencia moderna. Por ejemplo, la distinción griega entre astronomía y filosofía –aunque también hubo pensadores que unieron ambos oficios– guarda una cierta semejanza, a nivel metódico, con la distinción actual entre filosofía y ciencia, y más en particular con la ciencia física.

Según Artigas, los objetivos intrínsecos e inseparables de la ciencia experimental son dos (Artigas 1999, 15). Uno teórico, que es el conocimiento de la naturaleza. El otro práctico, que es su dominio controlado. La aspiración a ejercer algún tipo de control es lo que vincula el conocimiento científico con el experimento. El experimento alcanza así su mayor eficacia, y se convierte en un elemento clave de la ciencia al permitir contrastar sus resultados de una manera precisa. Pero esto es facilitado por la formulación matemática de las leyes. En el pensamiento griego la matemática tiene su hogar principalmente en la astronomía. Las razones están ya apuntadas. Con la modernidad, las matemáticas se convierten en el invitado de honor de cualquier ciencia. Aunque no todas hayan conseguido acomodarlo de una manera satisfactoria. En la física newtoniana, y podríamos decir que más aún en nuestros días, la matemática no es un huésped cualquiera sino que, sin lugar a dudas, es el dueño de la casa. El uso metódico de las matemáticas, presente tanto en la astronomía antigua como en la ciencia moderna, nos permite dar ahora un salto hasta nuestro siguiente personaje: Newton.

3. Newton. Primacía de las leyes de la naturaleza  

No podemos detenernos en el proceso histórico, muy complejo y articulado, que lleva a que la noción de causa pierda su lugar destacado, y ceda su primacía a la noción de ley (Olson 2004: 25-56; Shapin 2000: 66 y ss, Carroll 2011). Por ejemplo, la crisis de la filosofía escolástica, que desembocó en el nominalismo de Ockham, fue uno de los resortes que condujo a los pensadores del renacimiento a buscar alternativas a los planteamientos clásicos. El nuevo contexto favoreció la experimentación, el descubrimiento de regularidades naturales y su formulación en términos matemáticos, abriendo paso a un nuevo modo de conocer que, por fin, gozaba de una anhelada certeza. La modernidad aspiró así a recuperar la confianza en la razón, y las leyes de la ciencia –nuevas categorías de determinación– junto con la experimentación fueron la llave que abrió la puerta de una nueva racionalidad.

Newton logró cuantificar el mundo sublunar de manera semejante a como los griegos lo habían hecho con el mundo celeste, y esta cuantificación fue la clave del éxito de un proceso que culminó con la formulación de la mecánica, desapareciendo para siempre la distinción entre ambos mundos. Gracias al uso de las matemáticas, Newton pudo vincular las leyes naturales físicas con los resultados experimentales de una manera extraordinariamente exitosa (Collado 2007). Pero todo éxito tiene su precio, y en este caso el precio fue el importante cambio de perspectiva de constituir a la ley natural en una categoría de determinación prioritaria. Se pusieron así las bases para que las leyes de la naturaleza asumieran el papel que habían ocupado las causas en la perspectiva aristotélica.

La obra de Newton ha sido objeto de numerosos trabajos de investigación, en los que queda patente la complejidad de su personalidad y pensamiento. Abordó una pluralidad de temas, destacándose sus escritos científicos, como el monumental Principios Matemáticos de Filosofía Natural. Si bien algunos autores destacan la separación de los diferentes ámbitos que Newton abordó (filosofía natural, matemáticas, alquimia, teología natural, sagrada escritura,…), otros ven un interés común a todos ellos y tratan de establecer su relación e influencia mutua. John Henry, por ejemplo, sostiene que el interés principal de Newton es teológico, y que es su física –su filosofía natural– la que da forma a su particular teología (Henry 2008, 69-101; Velázquez 2007). El aspecto que nos interesa destacar ahora es la importancia que Newton otorgó al método que desplegó en su filosofía natural. En continuidad con Galileo, él pensó que las matemáticas no son ya sólo un lenguaje más para expresar las regularidades naturales, sino que nos revelan el verdadero ser de la realidad. Más aún, nos dan acceso incluso al mismo Dios, que es el creador de la naturaleza y a través de la cual se nos da a conocer.

Esta perspectiva se manifiesta en el modo en el que Newton expresa su comprensión del espacio y el tiempo en los Principios. En el primer escolio, después de definir “las palabras menos conocidas” que va a emplear en su obra, se ve en la obligación de precisar el sentido de las palabras que son más conocidas, distinguiendo en la comprensión de ellas “entre lo absoluto y lo relativo, lo verdadero y lo aparente, lo matemático y lo vulgar” (Newton 2011, 32). Se ve con claridad en este pasaje cómo Newton asocia la comprensión matemática a la comprensión verdadera y absoluta. Respecto a la comprensión que pretende alcanzar del espacio y el tiempo afirma: “El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza, y sin relación a algo externo, fluye uniformemente (…) El espacio absoluto, tomado en su naturaleza, sin relación a nada externo, permanece siempre similar e inmóvil” (Newton 2011, 32-33).

Newton no pretendió agotar el conocimiento de la realidad con su filosofía natural, pero no porque consideró insuficiente a su método, sino porque, para él, la misma realidad –que nos da a conocer su mecánica– exige el concurso de la divinidad para conservar el orden y la armonía que observamos en el Universo. Es decir, hay en su física implicaciones que son propias de la teología natural. La mecánica newtoniana no sólo es una teoría física en el sentido moderno de la palabra, sino que, por su pretensión de verdad y globalidad (tiempo y espacio absolutos), también ofrece los elementos de una filosofía natural, conocida más tarde como filosofía mecánica.

En la filosofía natural newtoniana, las magnitudes medidas, las leyes formuladas matemáticamente y la experimentación aspiraron a conocer la realidad tal cual es. Si bien no pudieron abarcar el conocimiento de toda la realidad, abrieron paso a la idea de que conseguirlo era sólo una cuestión de tiempo. Así, como la filosofía natural newtoniana le atribuyó un alcance ontológico a la teoría física, la pregunta por el determinismo de la naturaleza se tradujo pronto en la averiguación de si las leyes que rigen los movimientos de los cuerpos físicos eran deterministas o no.

El pensador que encarnó de manera paradigmática la defensa del determinismo de la naturaleza fue Laplace. Uno de los textos más reproducidos de sus trabajos que refieren al problema del determinismo se encuentra en el libro Essai philosophique sur les probabilités, publicado en 1840. No deja de ser paradójico, aunque es perfectamente coherente, que Laplace formule el determinismo físico más estricto en un ensayo sobre probabilidades. El texto tan citado es el siguiente:

“Así pues, hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos” (Laplace 1985, 25).

El pensamiento laplaciano, tal como se presenta en este conocido texto, es abiertamente determinista. Las ecuaciones dinámicas imponen la necesidad en la evolución de un sistema físico, pues su evolución está determinada por las leyes de Newton y condicionada necesariamente por los estados anteriores. Es importante mencionar que, en la época de Laplace, por un lado, la mecánica newtoniana no tenía rival como racionalidad para conocer la verdad sobre la naturaleza y, por otro, las leyes mecánicas no estaban separadas de la ontología propia de la filosofía mecánica.

En este contexto, las causas de los movimientos son las interacciones y los estados de los movimientos anteriores de cada uno de los cuerpos: fuerzas, masas, velocidades. Pero si bien Laplace utiliza la palabra ‘causa’, la noción de causa que emplea ya no es obviamente la clásica. Se trata ahora de una causa que sólo refiere a la dinámica del sistema. Es decir, la identificamos como causa sólo en tanto que es expresión de una regularidad, que se puede expresar mediante una ley matemática y que se puede contrastar experimentalmente. Vemos así que se ha consumado en la práctica la subversión en el orden de prioridades: la ley natural es ahora la categoría de determinación prioritaria.

También resultan iluminadoras las afirmaciones de Laplace sobre nuestra capacidad de predicción a continuación del texto anteriormente citado:

“El espíritu humano ofrece, en la perfección que ha sabido dar a la astronomía, un débil esbozo de esta inteligencia. Sus descubrimientos en mecánica y geometría, junto con el de la gravitación universal, le han puesto en condiciones de abarcar en las mismas expresiones analíticas los estados pasados y futuros del sistema del mundo. Aplicando el mismo método a algunos otros objetos de su conocimiento, ha logrado reducir a leyes generales los fenómenos observados y a prever aquellos otros que deben producirse en ciertas circunstancias. Todos sus esfuerzos por buscar la verdad tienden a aproximarlo continuamente a la inteligencia que acabamos de imaginar, pero de la que siempre permanecerá infinitamente alejado. Esta tendencia, propia de la especie humana, es la que la hace superior a los animales, y sus progresos en este ámbito, lo que distingue a las naciones y los siglos y cimenta su verdadera gloria” (Laplace 1985, 25-26).

Como autor representativo de la filosofía mecánica, Laplace sostiene un determinismo ontológico. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, también admite un indeterminismo gnoseológico, pues indica que debido a la limitación de nuestro conocimiento no podemos conocer completamente la evolución del sistema. En coherencia con la práctica y experiencia de la mecánica de la época, Laplace considera que entre nuestro conocimiento y el necesario para una predicción absoluta media una distancia infinita, pues es imposible precisar por completo el estado inicial de un sistema dinámico, que siempre se determina con un margen de error. Para conocer de manera completa el estado del sistema en un tiempo determinado se requiere una super-inteligencia.

Un caso paradigmático se encuentra en la mecánica de los fluidos, donde sólo es posible una estimación estadística del rango de posición en que se encontrarían sus partículas después de un cierto tiempo, por lo que posición y tiempo tienen incertidumbre estadística. Sin embargo, esa indeterminación de los valores de los elementos de un sistema podría interpretarse como una imposibilidad técnica de medios para calcularlos, no como una indeterminación ontológica de esos valores. Si la indeterminación fuera sólo cognoscitiva, seguiría siendo valido el determinismo como característica esencial de los sistemas naturales.

Bishop señala las dos fuentes de ‘error’ que conducen a un indeterminismo en la predicción. “La primera fuente de error es debida a las limitaciones en la precisión de las medidas (…) Una segunda fuente de error es debida a las limitaciones en la representación de los valores iniciales de una variable (ej., velocidad) para conseguir una precisión completa cuando el valor es un número irracional” (Bishop 2003, 181-183). Es importante destacar aquí que la imprecisión no se considera una propiedad de la naturaleza, sino que es debida a la limitación de nuestro conocimiento.

En resumen, el determinismo mecanicista asume que, cuando se conocen las condiciones iniciales del sistema físico, las leyes que rigen su evolución dinámica le imponen una evolución determinada. Éste es el núcleo del determinismo laplaciano (Bishop 2006, 30). Sin embargo, como las condiciones iniciales sólo pueden establecerse con cierto margen de error, no es posible predecir dicha evolución con total exactitud. Esta dicotomía da lugar a una situación incómoda. Se acepta una ontología que se apoya en una física que, a su vez, no puede justificar dicha ontología: la mecánica no puede superar el indeterminismo en la predicción, que sería la confirmación experimental del determinismo. En estricta lógica, la aserción de determinismo no resulta entonces una conclusión de carácter científico, sino que responde a la ontología propuesta por el marco teórico de la mecánica clásica. En particular, el determinismo mecanicista descansa sobre el determinismo de las leyes newtonianas. Mientras la mecánica de Newton fue la teoría física dominante, esta manera de ver el mundo físico no implicó dificultades serias. Cuando la ley impone su hegemonía como categoría de determinación, la ontología correspondiente es la propia de la ley y, en este caso, se trata de una ontología cerrada: instalados en Newton, difícilmente se podría llegar a otro puerto distinto al mismo Newton. El éxito predictivo de la mecánica y la cercanía de sus explicaciones a nuestra experiencia ordinaria reforzaron la aceptación de una ontología mecanicista hasta fines del siglo XIX, pero el panorama cambió a inicios del siglo pasado, cuando nuevos resultados experimentales desafiaron las interpretaciones de nuestro sentido común.

4. Heisenberg. Interpretación del formalismo

A comienzos del siglo XX la ontología propuesta por la mecánica clásica (la filosofía mecánica) sufrió una herida profunda, tal vez incluso mortal, con el desarrollo de la física del caos y, sobre todo, con la irrupción de la mecánica cuántica (paradigmáticamente representada por Heisenberg) dando origen a una nueva racionalidad científica.

Con el estudio del caos determinista se inició una visión nueva y holística del mundo en donde ya no es posible sostener una propuesta reduccionista. Según Prigogine la ciencia del caos es una ciencia de los procesos, más que de los estados; una ciencia del devenir, más que una ciencia del ser. El desorden controlado y el caos determinista son creativos y portadores de novedad. Las formas bellas y variadas que la naturaleza hace surgir ya no son representadas por líneas rectas o sencillas figuras geométricas. Curvas familiares como la elipse y el círculo engendran estructuras complejas (fractales), que muestran cómo la materia se autoorganiza según los principios de la complejidad, y adquiere propiedades emergentes que no se pueden deducir del estudio de sus componentes. A partir del estudio complejo del caos, las ciencias de la naturaleza se liberaron –según Prigogine– de la anquilosada concepción mecanicista y determinista en la que se negaban la novedad y la diversidad, en nombre de las leyes inmutables (Prigogine 1996). Por otra parte, algunas leyes de la mecánica cuántica –como el principio de indeterminación de Heisenberg– afirmaron un indeterminismo del que no sólo es responsable nuestra falta de conocimiento, sino la misma naturaleza (Foster 2008).

La crisis de la cosmovisión determinista afectó a la racionalidad en su conjunto, dando lugar a lo que Thomas Kuhn llamó un ‘cambio de paradigma’ (Kuhn 1971). Las repercusiones de esta ‘revolución científica’ fueron tales que condujeron a la aparición de una nueva disciplina académica: la filosofía de la ciencia. Cuando hablamos en la actualidad de filosofía de la ciencia, por ejemplo, nos referimos a una suerte de metaciencia (una reflexión sobre la misma ciencia) acerca del método (nociones varias no ordenadas), de la lógica (procedimientos lógicos), la teoría, el modelo, la demostración, la contrafactualidad, los mundos posibles, el espacio de estados o las fases, la probabilidad, la superveniencia, la emergencia, la ley, la predicción, el azar, la causación, etc. Todas ellas nociones clave en el método de la filosofía de la ciencia. En este nuevo contexto, la relación entre la ciencia y la realidad se volvieron a cuestionar, buscando establecer el valor veritativo y el alcance ontológico del conocimiento científico.

En la última centuria se reflexionó mucho sobre los conceptos de ley de la naturaleza, causación y determinismo. El concepto de ley –entendido como categoría de determinación del mundo físico– no perdió su hegemonía en la nueva perspectiva, pues las preguntas últimas sobre la realidad natural continuaron dirigiéndose, de una manera directa o indirecta, hacia él. Pero a diferencia de épocas anteriores, el concepto mismo de ley pasó a convertirse en objeto de estudio. Si bien se reconoció a las leyes de la naturaleza como la noción más significativa para caracterizar el determinismo, también comenzó una amplia reflexión sobre los tipos de generalización utilizados en las explicaciones científicas, pues no todas las generalizaciones verdaderas son o están asociadas a una ley (Loewer 2008, 327).

Algunos autores, como Butterfield, consideraron que los conceptos de causación y predicción resultan insuficientes para tratar el problema del determinismo, e intentaron especificarlo sin acudir a ellos. Para indagar en el determinismo han propuesto así utilizar conceptos más cercanos a las teorías físicas actuales y estrechamente vinculados al tratamiento lógico de las leyes –como los de sistema, estado, modelo o teoría científica–, sugiriendo evitar las posiciones clásicas que pueden resultar ambiguas y no han podido arrojar mucha luz sobre el problema hasta ahora (Butterfield 2005). Pero, paradójicamente, esta propuesta se encontró con problemas semejantes a los que se quería evitar. La noción de estado, por ejemplo, resultó particularmente problemática, pues para poder utilizarla con esta finalidad se le debe exigir una serie de condiciones que la vuelven menos precisa de lo que se pretendía inicialmente.

El estudio de la causación que hace Hitchcock es un interesante ejemplo de las diversas maneras en que se puede entender la noción de causa y los problemas que presenta cada una de ellas (Hitchcock 2008). Se trata de un estudio bastante exhaustivo, pero no demasiado conclusivo, salvo por el hecho de reconocer que la noción de causa no es tan inútil y no se encuentra tan caducada como sostenía Russell (Russell 1913). Los mayores problemas que encuentra este autor se presentan al pretender precisar la noción de causa y dar razón de la misma en función de una dinámica temporal expresable, en último término, por leyes y formalizaciones lógicas. En esta situación resulta obligado el recurso a la probabilidad.

La física contemporánea no resulta concluyente en su averiguación sobre el determinismo de la naturaleza. Pues para dar cuenta de los mismos resultados empíricos muchas veces utiliza teorías diversas, irreductibles entre sí. El escenario se ha complicado notablemente en la actualidad. Así, “es muy probable que si hubiera una propuesta de una teoría completa que sea empíricamente adecuada cuyas leyes dinámicas sean probabilísticas, habría también una explicación empíricamente equivalente en la que las leyes serían deterministas. El resultado es que probablemente nunca sepamos si el determinismo es o no verdad; pero lo cierto es que si fuera verdad, entonces no podremos hacer predicciones sobre el futuro con certeza” (Loewer 2008, 335-336).

Algunos autores reclaman ampliar el marco teórico para salir de esta situación, abriendo nuevamente el juego a la filosofía. Un ejemplo reciente se encuentra en Nagel, quien señala a Aristóteles como un pensador al que habría que mirar para encontrar ‘nuevas’ inspiraciones (Nagel 2014). Nagel defiende la necesidad de conjugar las leyes de la física de partículas actual, con unas supuestas leyes teleológicas que habría que formular y que serían sólo sostenibles si las leyes de la física básica son indeterministas, aunque aclara que desconoce qué tipo de leyes serían esas. La propuesta de Nagel es sugerente pero no parece que haya sido capaz de trascender la prioridad de la ley.

5. La ciencia y la filosofía ante el problema de la interpretación

Parece necesario aceptar que la ciencia contemporánea no brinda un conocimiento exhaustivo de la realidad, sino que sus teorías requieren una interpretación. Cuando hablamos de interpretar, en general, nos referimos al acto de establecer una relación entre dos niveles cognoscitivos diversos. Al interpretar tratamos de explicar (o a veces pensamos que explicamos) desde un nivel de conocimiento que nos resulta más inmediato, o más controlable, aquello que nos aparece o de lo que tenemos experiencia en un cierto nivel de conocimiento diverso. La correspondencia se consigue cuando lo que ocurre en el nivel interpretado se explica mediante lo que sucede en el nivel que damos por conocido o que podemos controlar mejor desde el punto de vista operativo y de cálculo, es decir, de la predicción.

Un ejemplo muy claro de esto se ve en el intento de comprender lo que pasa en la microfísica (pues se trata de un conocimiento de los experimentos interpretado mediante teorías matemáticas). Una interpretación, por ejemplo, la dieron los atomistas, aunque también se podría citar la teoría de los cuatro elementos de Empédocles. En ella se trataba de dar cuenta de la composición íntima de la materia con base en cuatro elementos conocidos por la experiencia ordinaria, y que poseían propiedades bien conocidas. Con esta interpretación se explicaban cosas con base en la teoría, pero hoy sabemos que se trataba de una interpretación que después se ha manifestado errónea. Es menos verdadera que las que hoy tenemos. Hoy poseemos mejores interpretaciones, pero las actuales siguen el mismo esquema cambiando el nivel en el que se interpreta, pues conocen muchos más fenómenos, además de incorporar la capacidad de calcular. Esto es un paso clave en relación con el control experimental. 

Es más, podríamos decir que una ciencia es tanto más interpretativa cuanto más teórica es. La física teórica actual es profundamente interpretativa. ¿Cuáles son los planos entre los que se establece la relación? El de los fenómenos observados en los experimentos, y los modelos de carácter matemático. La relación entre los planos es, en un sentido, más distante que las antiguas interpretaciones, pero desde otro punto de vista es más ‘fiel’ a la realidad porque permiten controlar mejor. Esto abre más interrogantes.

La interpretación es completamente ineludible en la ciencia moderna. Este es el motivo, o al menos uno de los motivos por los que dicha ciencia moderna está en continua revisión. Algunos autores juzgan el momento presente con un cierto pesimismo epistemológico, considerando que la interpretación implica introducir un cierto grado de arbitrariedad, o mejor de convencionalidad. Hemos de revisar nuestras interpretaciones, y es fácil comprender que nunca podremos alcanzar una interpretación definitiva. Pues eso significaría una relación entre los dos niveles implicados en la interpretación, que se podría calificar de identidad. ¿Se puede hablar de verdad en estas condiciones? Mariano Artigas hablaba de una verdad contextual (Artigas 1999, 260-295). En dicha noción se acoge, precisamente, el hecho de que el conocimiento científico es interpretativo.

Pero podemos dar un paso más y preguntarnos si hay algún tipo de conocimiento que no sea interpretativo o representativo. Los sensibles propios en el ámbito de la sensibilidad, por ejemplo, parecen tener esta característica. Pero en el ámbito intelectual poseemos conocimientos que claramente no son interpretativos: como es el caso del número. El tres como puro objeto numérico no es ninguna interpretación. ¿Cuál es la ventaja de ejercer un conocimiento que no es representativo? El tres que pensó Platón es el mismo tres que pienso yo. No tenemos que interpretar los números que pensaron hace dos mil años. No podría haber interpretación si no hubiera conocimiento no interpretado.

Una de las cuestiones importantes es aclarar entonces si las nociones que usa la física son interpretaciones o no. El hecho de que sea una interpretación implica que lo que se dice de la realidad a la que nos referimos pueda ser una propiedad del nivel cognoscitivo con el que interpretamos. Podemos precisar matemáticamente lo que significa determinismo, legalidad, causación, pero ¿qué relación guarda esto con la realidad? Es aquí donde conviene atender al método que estamos empleando. Y no es frecuente hacer explícita esta distinción.

 

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